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Infiel por mi culpa. Puta por obligación (21)
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Tiempo de lectura: 24 minutos

Por una entrega, un beso.

Al llegar al otro extremo en Punda, frente al central reloj de forma octogonal que marca las veinte horas algo ya pasadas, me giro hacia las tres esculturas de corazones de amor enmallados, y le doy la espalda a Camilo. Suspiro hondamente y me acerco al más grande. ¿Debería contarle que esta mañana ya he estado aquí, buscando el nuestro sin hallarlo, y decirle que pensé que quizás con su ayuda, entre los dos con más calma, podríamos encontrar nuestro candado?

— ¿Buscas esto? —Escucho con claridad su voz y de inmediato me doy vuelta para darme cuenta de que en su mano derecha, Camilo sostiene sobre su palma abierta, el pequeño candado que yo tanto busqué.

—Co… ¡¿Cómo es que lo tienes?! —Le pregunto gratamente desconcertada y Camilo entre tanto, levanta los hombros sin responderme nada.

— ¡Juntos lanzamos las llaves al mar! Desde allí. ¿Recuerdas? —Y le señalo justo al lado el espacio vacío entre los dos cañones.

— ¿Sabes? También se mentir. ¡Venían tres y me guardé una! —Le respondo a Mariana, que al escucharme ladea la cabeza prestándome atención, y sus hermosos ojos ya de por sí decorados por el arco de sus espesas cejas negras, de repente se le iluminan por el reflejo del flash de alguno de los tantos turistas que a estas horas pasean por este lugar, tomando infinidad de instantáneas en esta coloreada oscuridad. Para la posteridad pensaran con seguridad las personas.

¡Mientras les dure el amor! Les auguro yo mentalmente, a esas parejas ahora bien enamoradas.

—Pensaba en esa época que con el pasar de los años, los dos volveríamos aquí perpetuando nuestro idílico romance, y era mi deseo que al encontrarlo ya descolorido y oxidado, pudiéramos de nuevo entre los dos renovarlo por uno nuevo y continuar haciéndolo así el resto de nuestras vidas. Una tradición por nuestro amor sólido y duradero. —El gesto feliz en su rostro se desvanece en segundos y cambia a uno más serio y triste, como igualmente sucede en el mío.

—Como ves Mariana, no esta tan maltrecho y fácilmente pude meter la pequeña llave en la cerradura y retirarlo. Como lo hiciste tú conmigo, apartándome con el tiempo de tu corazón, cansada tal vez de verme todos los días, tan prendido a tu vida.

—Todos somos reemplazables, pero no repetibles y ahí, Camilo… es donde radica la diferencia. Y tú eres eso último para mí, aunque ahora con razón, creas justamente lo contrario. —Le respondo para luego después de una pequeña pausa, confirmarle mi sentimiento.

Sin responderme Camilo levanta su brazo y se inclina hacia atrás un poco, balanceándose con la intención de lanzar nuestro pequeño candado al fondo de la bahía.

— ¡Nooo, por favor! —Le grito, deteniendo su intención y asustando de paso a varias personas que se encuentran tomándose fotografías delante de la escultura.

— ¿Para qué carajos lo quieres? —Le pregunto y ella extiende su brazo con la palma abierta para recibirlo.

—Si a ti no te interesa ya, yo sí quiero guardarlo y tenerlo por siempre como recuerdo. ¿Me lo das?

—Bueno, ok. Tómalo —Y se lo entrego.

— ¿Y la llave? —Me pregunta.

— ¿También la quieres? ¿Y eso, para qué?

—Para mantenerlo abierto, por supuesto.

—Uhum, ¿para cerrarlo en el corazón enmallado cuando me encuentres un reemplazo?

— ¡No seas ridículo! Si regreso aquí, será contigo y con nuestro hijo, y con nadie más. ¿Comprendido? —Un tanto enojada me responde y le hago entrega de la pequeña llave.

Lo observo, lo mimo con la yema de mis dedos y lo aprieto entre mi puño cerrado atesorándolo, para luego colocarlo a buen resguardo dentro de mi bolso. Por supuesto que lloro, recordando esos hermosos momentos que son ya pasado. Camilo y yo tomados de las manos, su boca entreabierta y los labios estirados, presionando mis párpados, humedeciendo la punta respingada de mi nariz, deteniéndose y exhalando sobre mi boca, besándonos suavemente, tan enamorados y ajenos al futuro, viviendo ahora tan distantes, en este presente tan amargo. ¡Por mi puta culpa!

Carnavalesca la plaza, ruidosa, enfiestada y con gran movimiento, iluminados permanecen los frentes de las edificaciones, destacando sin necesitarlo sus vivos colores por los reflectores y los faros de los autos que transitan a esta hora en fila india por la angosta Handelskade. Como cambia todo y como da de vueltas este mundo, haciendo girar nuestras vidas. Esta mañana este lugar se veía muy distinto, solitario y tan abandonado, como yo lo estaba.

La miro acariciar el pequeño candado, lo aprecia cual si fuera una obra de arte o un tesoro, y quizás lo fue o para Mariana lo siga siendo. Lo hicimos entre los dos, más temprano que tarde, recién terminamos las obras de adecuación de la casa. Entre lágrimas lo guarda con cuidado al fondo de su bolso negro. Me duele verla así tan triste, seguramente arrepentida recordando cuando ella y yo, después de tirar las llaves al mar, nos quedamos un rato de pie observando el pequeño candado aferrado a la escultura, y ella sosteniendo entre sus brazos el amoroso sueño de nuestro cansado Mateo.

Recuerdo que me enternecí al mirar aquella imagen de mis dos amores y descendí con mis labios sobre sus ojos suavemente. Los besé, al igual que su nariz y luego terminó mi boca junto a la lengua, meciéndose infantilmente sobre la suya. Éramos tan felices aquí los tres, pero el destino nos puso una zancadilla con esa inoportuna llamada de Eduardo para ofrecerme ese trabajo en Bogotá y de paso, hacerme caer en el pecado del descuido y de la exagerada confianza, convirtiéndome en un ciego enamorado. El caso es que aquí estoy, tan cercanamente separado de la mujer que más he amado. ¡La perdí, y todo por mi hijueputa culpa!

—Ok, y ahora, ¿Qué vamos a hacer? ¿Hacia dónde quieres ir? —Le pregunto, mientras su antebrazo se desplaza de derecha a izquierda sobre las mejillas, y así Mariana se retira las lágrimas.

Giro un poco el cuello y miro hacia mi derecha, al fondo la plaza Piar, no tan transitada y en ruta directa al hotel. ¿Querrá ir por allí? ¿Estará dispuesto a subir y hablar conmigo en mi habitación? Humm, no lo sé, en verdad como están las cosas, no lo creo.

Doy un paso hacia adelante, giro el tronco y volteo a mirar hacia la izquierda. Bajo los toldos del Iguana Café, –donde tantas veces nos sentamos a beber un delicioso tintico para descansar de las compras en el mercado flotante– la gente se arremolina a uno y otro lado de la calle. Demasiada falta de privacidad para lo que le tengo que seguir relatando. Por lo tanto lo miro y le tomó del brazo dirigiendo nuestros pasos hacia la plaza más desolada.

—Bueno ya veo que has tomado la decisión correcta. ¡Mira allí! Al finalizar la calle hay una banca de madera donde podremos sentarnos a charlar sin que nadie nos moleste. —Le digo a Mariana, al ver cómo me toma del brazo y me hace andar junto a ella, por la explanada de la gobernación hacia la plaza con la estatua del recordado héroe, Manuel Carlos Piar, bordeando con su muro bajo construido con piedras multiformes y blancas, esta parte de la bahía; entre cinco palmeras no muy altas y tres señoras gordas vistiendo blusas amarillas, rojas y blancas, junto a los anchos shorts blancos, azules y beige con delgadas rayas, que cubren ampliamente sus prominentes nalgas, amenazando con sentarse en ella antes que nosotros, y un farol iluminando con su amarillenta luz el alrededor, creando una atmosfera un tanto… ¿Romántica?

—Ajá, la veo. —Le respondo y continuamos caminando en silencio hasta allí. Nada más llegar le escucho pronunciar tres palabras.

—Fue muy rápido. —Y se sienta sobre las oscuras tablas de la banca.

— ¿De qué hablas? —Le pregunto pues no sé a qué se refiere.

—Todo. Su asalto y tú rendición. —Me responde colocando entre sus piernas la mochila y extrayendo la botella de ron.

— ¡Ahhh! Ehmm, no cielo, de nuevo te equivocas. No sucedió nada más. ¡Créeme! —Le respondo mientras veo como sirve de nuevo las dos copitas hasta el borde.

—La programación de Eduardo me permitió vivir los siguientes días de aquella semana sin sobresaltos, pues no me tocó trabajar en la sala de ventas al sur de la ciudad en su compañía. Era Diana o Carlos quienes me acompañaban en la labor de atender a los interesados en esos apartamentos.

—Pues la calma de esa semana fue entorpecida por las nocturnas visitas de Iryna y su hija, que se fueron incrementando poco a poco por culpa de Mateo y sus pataletas si no lo dejábamos jugar hasta tarde con Natasha. —La interrumpo rememorando esas fechas.

—No te quejes tanto cielo, porque tú no la pasaste tan mal. Mientras yo echaba chisme con Iryna, que me ponía al día sobre los problemas con la administración del conjunto residencial, tú jugabas a videojuegos con Mateo y Naty en la consola. —Le respondo y en seguida retomo el hilo de lo que le estaba diciendo.

—El fin de semana próximo atrapó toda mi atención pues allí sí que esperaba encontrármelo nuevamente y…

Tengo que hacer una pausa, pues recibo de su mano la copita de ron y al igual que él, me hago con un nuevo cigarrillo, lo llevo a mis labios y me inclino hacia el fuego que me ofrece su encendedor. Bebe primero que yo, solo un poco y hace gestos de desagrado. Enseguida lo hago yo pero a fondo blanco, desocupando el pequeño envase y sí, también hago muecas de desagrado cerrando los ojos, al sentir como me arde la garganta. Me observa con detenimiento y yo quedo conectada a su mirada. ¡Nos sonreímos los dos, al mismo tiempo!

—Por suerte y sin saberlo, –continúo el comentario– hasta llegar allí a Peñalisa, no fue así. Extrañada le pregunté por él a Diana, que siempre andaba enterada de todo lo que sucedía en la constructora. Me explicó que de la oficina de recursos humanos lo habían llamado para exigirle tomar sus vacaciones pues ya acumulaba dos periodos. Prácticamente lo forzaron, no tuvo otra opción y el resto del mes lo dejé de ver. ¡Casi!

— ¿Cómo así? —Intrigado le pregunto.

—No me escribió al chat ni me llamó a la oficina, por si lo quieres saber. Creí que podría entonces descansar todo el mes, pero no fue así. Los clientes escasearon para la compra de las casas campestres, los pocos interesados posponían la decisión, haciendo que el mes de Julio no realizáramos más ventas. E igualmente bajó la afluencia del público con ganas de ser propietarios de uno de los apartamentos de interés social. Fue un bajonazo general en el mercado inmobiliario y eso provocó varias reuniones de la junta directiva con Eduardo y el jefe del otro grupo de ventas. Cuando regresaban los dos al noveno piso, sus rostros reflejaban las consecuencias de un buen jalón de orejas.

—Pues yo no me enteré de eso, aunque un viernes por la noche en el bar, me tomé unas cervezas con él y lo noté preocupado pero no me comentó nada y yo simplemente supuse que tenía algún problema con Fadia.

—Pues no cielo, no fue por eso. Finalizando el mes, la última semana, tú estabas por terminar las últimas casas de la tercera etapa, y ya no tendrías que viajar tanto, lo cual te hizo muy feliz al poder compartir más tiempo con Mateo y conmigo. Curiosamente, Eduardo me llamó a su oficina y me entregó una carpeta plástica con documentos esenciales para una posible venta. No, no eran clientes míos. Aquel negocio era de José Ignacio, y Eduardo me pidió el favor de que se los entregara con urgencia, en su casa.

— ¿Por qué yo? Para eso están los mensajeros. ¿No lo crees? —Le pregunté extrañada.

—Ellos están ocupados entregando documentación en los bancos y realizando otras diligencias. Además Meli, Nacho no ha hecho nada más que preguntarme por ti, por lo tanto de paso se pueden poner al día con sus temas. —Me respondió con una tranquilidad inquietante.

— ¿Qué temas? ¿No comprendo? —No me dijo nada y tan solo sonrío, pero con esa mirada rara, igualita a la de esa noche en la discoteca, me preocupé y palidecí, imaginando que José Ignacio le hubiera contado algo de lo sucedido en el hotel.

—Es urgente, hazme ese favor. Sabes donde vive, ¿No? —Negué con mi cabeza y entonces escribió la dirección en un luminoso pos-it amarillo. Me lo entregó, diciéndome para finalizar…

—Hazme ese favor, y si no tienes nada pendiente aquí, puedes tomarte el resto del día libre si lo necesitas. —Y más sorprendida me quedé.

—Con desgano tomé los documentos, no me apetecía verlo. Deambulé en el auto por las anchas calles siguiendo las indicaciones del navegador. Es un barrio realmente hermoso, ubicado muy cerca al club y del humedal, bastante arborizado y con casas amplias de dos plantas y techos inclinados. Antejardines de gran tamaño, con plantas y flores de variados colores. Fachadas en ladrillo a la vista y espacio al lado de la entrada para dejar aparcados en el garaje hasta dos o tres autos. Se respira un oxígeno diferente, más puro y limpio que en el resto de la ciudad, y a pesar de ofrecer a la vista un ambiente un tanto aburrido por lo solitario, a la vez brinda la sensación de obtener allí mucha tranquilidad.

—A tres casas desde la esquina vi el Honda blanco en la calle, estacionado en frente de la entrada. Detuve mi Audi detrás del suyo y descendí del automóvil, tomando la carpeta con los documentos que debería entregarle. Cerré la portezuela y al girarme me fijé que él estaba afuera de la casa, justo al lado y casi al fondo del poco iluminado garaje. Agachado dándome la espalda, no se dio cuenta de que había llegado. Estaba ocupado revisándole algo al motor de una motocicleta enorme, anticuada pero de poderoso aspecto.

—Vestía una camiseta sin mangas, de blanco algodón, de esas del tipo chaleco pero enmallada, tan perforada que le dejaba ver la piel y desnudos los esculpidos hombros, donde sobre el izquierdo, se suspendía sobre la espalda un trozo de trapo rojo algo sucio y grasiento, ocultando a medias un tatuaje en tonalidades negras con algún diseño difícil de distinguir a esa distancia, pero que iniciaba desde el omoplato ascendiendo por el hombro, recorriendo el brazo hasta llegarle por encima del codo. Esos brazos trabajados, que tensionados por la labor que estaba realizando, me permitieron detallar las formas curvas –y atractivas, lo pienso aunque no se lo menciono– de sus musculosos bíceps y tríceps. Y cuando se enderezó para responder al casi insonoro saludo que le hice desde la verja sin cruzar el antejardín, noté que tenía puesta por pantaloneta, una hecha de un viejo y descolorido blue jean recortado seguramente por el mismo, y que le llegaba a medio muslo.

Durante todo este tiempo, Mariana no ha dejado de mirarme con sus ojos de un azul encendido por los brillos de sus recuerdos, a pesar de que la piel tersa de su rostro no refleja ningún trazo de emoción. Ni buena ni mala. Sin embargo no se aguanta las ganas y balancea la sandalia con la punta del pie, al vaivén del movimiento de su pierna. Fuma despacio, con cortas aspiradas, suavizando la expulsión del humo por la angosta fisura que se le forma entre sus labios.

—Su cuerpo era atlético, fuerte y delgado. Brillante la piel por el sudor que en gruesas gotas bajaban desde su cuello hacia el tórax, y blanco el tono de su piel, similar a la mía, muy lisa y no se le veían vellos en el pecho, despejados tenía los antebrazos igualmente, ni siquiera en las piernas. Diferente en todo a ti, pensé en ese instante.

— ¿Comparándome? —Le pregunto, y pienso que…

… ¡Que este es el momento por el cual estaba esperando! El de las odiosas comparaciones. ¿Qué le vio a él, que no tuviera yo? ¿Qué fue lo que tanto le llamó la atención? Me van a molestar sus respuestas si son francas, lo sé. ¡Y me dolerán putamente, con seguridad!

—Pues que quieres que te diga. ¡Sí, lo hice! Lo estaba haciendo sin pensar, de manera automática, sin embargo, dejé de verlo y detallarlo, pues de pronto un corpulento pero hermoso perro de cabeza ancha y orejas puntiagudas salió de la penumbra, por detrás de la motocicleta y empezó a caminar con lentitud hacia mí, –continúa Mariana recordando, y yo me dispongo a servir otra ronda de ron– moviendo su gran pelaje entre gris y negro, con una hermosa y esponjosa cola blanca, enroscada por encima de su lomo.

—Levantó el hocico olfateando la atmosfera que le antecedía de aquella intrusa, y empezó a recortar la distancia que nos separaba trotando hacia al muro, y solo las delgadas rejas blancas del pequeño portón me separaban de una segura mordida. Parecía querer echárseme encima, o esa fue la impresión que me llevé inicialmente y me asusté bastante, aunque alcancé a retirar mi mano del pasador metálico y llevarla hacia mi pecho, pero de la misma impresión me quedé estúpidamente petrificada, pálida con seguridad y completamente muda.

Ahora si su rostro refleja algún grado de emoción al relatarlo y se le dibuja una sonrisa breve, escasa, pero al fin de cuentas me demuestra la conmoción que vivió en ese momento.

— ¿Otro ron? —Y sin esperar a que vocalice su respuesta, vierto la bebida hasta el borde en las dos copas y le extiendo la suya.

—Se fue acercando con cautela y desconfianza, para detenerse imponente a medio metro o menos de distancia, mirándome con esos almendrados ojos castaños pero con una mirada noble. Insólitamente no ladró y me extrañó, pero luego días más tarde al hablar con José Ignacio, me enteré de que esa raza, los Alaskan Malamute, no lo hacían y tan solo como sus salvajes parientes, solamente aullaban.

— ¿Nacho? —Lo llamé pero sin levantar mucho el tono de mí voz para no espantar al perro, a pesar de que la que se estaba muriendo de miedo, –casi orinándome del susto– era yo.

— ¡Amarok! Ya desayunaste, así que deja en paz a la señora. —Le gritó, y el can le obedeció de inmediato retrocediendo un poco agachando su gran cabeza, para posteriormente volver a levantarla y mirarme con esa graciosa mascara gris oscuro que bordeaba sus ojos, –confiriéndole ese aspecto imponente y agresivo– pero lo que hizo fue sentarse tal cual si fuese una persona que me cedía el paso invitándome a pasar, pero eso sí, sin cerrar el hocico ni guardar su ancha lengua rosada, que le sobresalía por encima de sus blancos colmillos.

—Bueno, señora Melissa, ¿Qué estas esperando que no pasas? Anda, echa pa’dentro que ya has encontrado al que has venido a buscar. —Fueron sus palabras exactas, irónicas si cabe. Las recuerdo tanto porque no me saludó como yo esperaba que lo hiciera, molestándome como solía hacerlo.

— ¡Brrrrr! ¡Buaghhh! Todavía me está entrando en reversa. —Le comentó a Camilo después de darle un moderado sorbo a la bebida, en cambio en el rostro de mi esposo no le noto ninguna mala reacción. Por el contrario, se pasea la lengua por los labios, paladeando su sabor.

—Fue tan egocéntrico como inesperado su comentario. Igual abrí con cuidado la pequeña puerta de rejas blancas y sin dejar de observar al enorme Amarok, pasé por su lado diciéndole muy bajito: ¡Tranquilo perrito lindo, perrito hermoso!, porque se levantó y me siguió muy cerca, husmeándome las piernas con su hocico por debajo de la falda, incluso mis tobillos o algo que había pisado con mis zapatos de gamuza negra y que me había comprado el dia que salí de tiendas con K-Mena, para hacerle juego a la falda gris ratón a cuadros y al abrigo tres cuartos de paño negro que me habías obsequiado para que empezara a trabajar en la constructora. ¿Recuerdas? —Le pregunto a Camilo, que se encuentra divagando, con la pequeña copa apoyada sobre su labio inferior, observando al frente, hacia las luces de la colorida Otrobanda, mientras se le consume el cigarrillo entre sus dedos.

—Sí, por supuesto. Como olvidarlo. —Le respondo y llegan a mi mente las imágenes de esa noche, cuando llegué a nuestra casa y me encontré con la sorpresiva visita de Fadia y Eduardo, sentados en nuestra sala, y así mismo recuerdo haber leído, –todavía sobrio sentado ante la barra del bar– en las primeras páginas del informe que mantengo aquí, guardado dentro de mi mochila, sobre esa ocasión mencionando su primer encuentro en ese lugar…

…«9:43 A.M. De un vehículo rojo con matrícula xxx-xxx, se ha bajado una mujer caucásica de cabello largo. Viste un gabán de paño negro, blusa blanca y falda gris por encima de las rodillas. Medias veladas gris humo y zapatos negros de tacón. Procedo a tomar fotografías para el registro. 9:49 A.M. Al parecer se conocen de la oficina, pues la mujer lleva prendido a la cintura, la identificación de la compañía. Tiene en sus manos una carpeta de color rojo que le quiere hacer entrega al susodicho. Hablan algo y luego la mujer entra a la casa portando la documentación mientras el sujeto permanece en el garaje, reparando la motocicleta. 9:52 A.M. La mujer sale de la casa y nuevamente se…»

— ¿Camilo? ¿Cielo? Oye…

—Ehhh… Dime, te escucho. —Le respondo a Mariana.

— ¡Que te elevaste otra vez y te vas a quemar los dedos! —Le digo y él cae en cuenta y tira la colilla al suelo, pisándola con la punta de su zapatilla.

—Ya, listo. Muchas gracias. ¿Y entonces que pasó después?

—No seas iluso Nacho, no vengo a buscarte. –Le respondí mientras acariciaba suavemente la cabeza de Amarok. – He venido a traerte esto para que trabajes, aunque ahora veo que estás haciendo algo productivo con tus días de vagancia. Y le sonreí.

— Interesante imagen. –le comento con toda la hiel que se puede acumular en mi boca. – ¿Y que más pasó?

—Hmmmm, pues al llegar a su lado y extenderle la carpeta con los documentos, me mostró sus manos sucias y una mueca en su boca, –que compaginó con las arrugas de su frente y la redondez de sus ojos avellanas– fue suficiente explicación para mí y busqué con la mirada un lugar plano y limpio donde dejar la documentación.

—En la mesa del comedor si eres tan amable, bizcocho. Y muchas gracias por ofrecerte a traerlos. —Me dijo con el mismo tono y estilo dominante de siempre.

—Cielo, sabes como soy de despistada a veces, y en ese momento miré a mí alrededor y no veía la entrada a la casa por el garaje, a mi espalda solo se hallaba el muro de ladrillos y solo una puerta, que abierta de par en par, daba acceso al patio trasero.

—Da la vuelta Meli, la puerta está sin seguro. —Me dijo con naturalidad y sonriendo, volvió a agacharse para continuar con sus arreglos.

—Retrocedí dos pasos y efectivamente de manera lateral, unos metros al fondo estaba la dichosa entrada a la casa. Entré con sigilo, cual si fuese yo una ladrona, –acompañada por un perro que no era guardián– y me encontré después del recibidor con un área amplia de paredes blancas y limpias, sin cuadros grandes ni pequeños, donde se hallaba la mesa del comedor, ovalada y de madera lacada, dispuesta para seis personas, lo cual me llamó la atención.

—Posé la documentación en el extremo más cercano, fijándome que en el centro había un frutero grande, pero con frutas plásticas como decoración, y al girarme eché una ojeada hacia la sala que está situada como sabes, en un nivel inferior bajando tres escalones. Solo dos sofás de tres puestos acomodados en «L», y una mesita de centro de madera con dos o tres libros gruesos encima por ornamento, dándole un aspecto demasiado minimalista y en verdad, poco acogedora a pesar de la clásica chimenea de ladrillos al natural y la lámpara de techo de seis brazos, con los cristales tallados. Salí de allí con prisa y me lo encontré, a cuatro patas buscando algo que se le había caído al suelo.

—Una clásica decoración masculina sin el toque detallista de unas manos femeninas. —Le comento, y Mariana asiente, alisando la tela de su vestido sobre el muslo que ha encaramado sobre la otra pierna y continua hablándome de su pasada visita por esa casa.

—Listo, me voy. —Le dije y el volteó a mirarme, revolcándose aún más los largos cabellos negros que le caían brillantes y humedecidos sobre la frente, con el dorso de su mano izquierda, sonriéndose pero sin dirigirme la sonrisa exactamente a mí, sino a los dos, y me dijo:

—Ya que te has vuelto tan amiga de mi mascota, podrías por favor sacar a Amarok al potrero de enfrente y esperar que haga sus necesidades. Estoy desde temprano en estos arreglos y no he podido hacerlo yo. ¡La correa está allí tirada! —Y me la señaló estirando sus labios, ensombrecidos por el candado de pelitos de una barba crecida en los últimos días.

—Óyeme, ¿pero quién carajos te crees que soy? Ni tu mensajera ni la paseadora de tu perro. Y menos con estos zapatos me voy a meter en ese pastizal. —Le respondí, enojada y con mis brazos en jarras.

—Vamos Meli preciosa, –se refirió a mí, marrullero– el césped esta recién cortado y no te vas a demorar mucho. ¡Amarok, trae tu correa! —Le ordenó y el bendito animal le entendió, recogiendo con su hocico un extremo del lazo.

— ¡Ni creas que voy a recogerle el popó a tu perro! —Se lo dije con claridad.

—No te lo he pedido bizcocho. Deja que se cague donde quiera y te haces la loca con eso. Igual, cuando crezca el césped volverán para recortarlo y alguien más recogerá los desechos que encuentre. —Me respondió con esa desfachatez tan acostumbrada en él.

—Y de nuevo cediste ante él, convirtiéndote otra vez en la obediente y sumisa «Sor Mariana, Patrona de los desamparados». —La interrumpo y ella reacciona con una falsa tranquilidad a la mofa que le he hecho, extendiéndome la mano con su copa vacía, y botando al suelo la colilla de su cigarrillo, –al igual que yo lo hice– pero estampándole por encima, el tacón de su sandalia.

—De mala gana le coloqué la correa, ajustándosela al collar, y salí con él hacia el antejardín. Aunque sería más correcto decirte que fue él, Amarok, quien salió conmigo, pues tan pronto como cruzamos por la pequeña puerta, me arrastró detrás de él y cruzamos la ancha calle como una exhalación. Afortunadamente no cruzaba ningún vehículo y solo vi a una pequeña minivan de reparto, parqueada en la esquina, como buscando alguna dirección. —Camilo alcanza su copa ya colmada de licor y sin darle una probada, decide mejor darle vida a un nuevo cigarrillo.

Recordando aquella mañana se viene el momento que tanto he temido. Contarle lo que sigue le va a molestar y no sé cómo debo decírselo. ¿De cuál manera menos dolorosa contárselo? ¿Mejor me lo callo y bebo? No. Eso me haría ser más deshonesta con él. Gústeme o no, debo contarlo todo, tal como sucedió.

Me resulta llamativo en ella, el leve temblor de la mano que sostiene su copa al acercarla a la boca, pues también percibo un sutil estremecimiento en sus labios antes de apoyarla en ellos, manteniendo los ojos cerrados. Para desgarrar este silencio incomodo, le pregunto con naturalidad por aquel después.

— ¿Y al final te tocó recogerle la mierda al perro? —Y tras beber un pequeño sorbo, Mariana sin soltar al ambiente el suspiro retenido en sus pulmones, abre los ojos, me mira e iluminando su rostro con una picaresca sonrisa, me responde…

—Por supuesto que no. ¡Cómo se te ocurre pensar eso! Lo dejé que hiciera sus necesidades al amparo de un arbusto y decorando con dos bollos grandes unas preciosas margaritas. ¡Jajaja! Caminé un poco detrás de él, dejando que oliera el césped y volviera a orinar sobre unas piedras y una montañita de arena de rio, luego me volví con Amarok a mi lado, de nuevo hacia la casa. Cuando llegamos le solté la correa y me di cuenta de que José Ignacio ya no se encontraba en el garaje.

—Amarok se dirigió hacia el patio trasero y como dice el refrán: « ¿Dónde va Vicente? ¡Donde va la gente!». Así que lo seguí. Un olor dulzón, mezcla de flores cítricas, madera mojada y gasolina, captó mi atención. Me lo encontré recostado sobre la perlada máquina para lavar la ropa a un costado del patio, fumándose un cachito de marihuana, con los ojos abiertos y elevados hacia las nubes blancas que surcaban con lentitud el cielo, todavía azul a finales de julio.

—Ni se inmuto por mi presencia, pero me invitó a probar un poco. – ¡No! no cielo, no abras así los ojos, porque se lo rehusé. – Me recordó una época lejana y amarga que vivimos en nuestra casa con mi hermano mayor, sumido en las drogas. Casi no logramos que saliera de ese infierno, pero la enfermedad de mi padre le hizo abrir los ojos. Se lo comenté a él también, me entendió y no insistió, pero sí lo acompañé, al fumarme un cigarrillo justo enfrente de él. Y hablamos de varias cosas.

—Tengo curiosidad, le dije. —Y cruzándome de brazos, le pregunté… ¿Ese negocio es de un cliente nuevo?

—Hummm, algo así. Es una recomendada de un primo lejano de mi novia. —Me respondió en calma.

—Y por qué Eduardo tenía los documentos. ¿Se conocen?

—No mucho. Se habla más con la esposa de él.

— ¿Con Fadia?

—Sí, con ella.

—Pues qué bueno que te caen los negocios del cielo y te ayuda el jefe.

— ¡El que es lindo es lindo! Jajaja. —Me contestó, tan burlón como siempre.

—Pero no te veo feliz. Si quieres pásame el negocio a mí que me hace falta.

—Hmmm, lo que sucede Meli, es que para lograr cumplir con todos tus objetivos, a veces debes entregar una parte de ti, aunque te desagrade muchas veces hacerlo. ¡Y tú no tienes la sangre para eso!

—Ya veo, por supuesto. En cambio a mí se me han cerrado las puertas de los buenos negocios.

—Sí, ya me comentó Eduardo que la están pasando mal.

—Entre otras cosas, Eduardo me hizo el comentario de que preguntabas demasiado por mí. ¿Puedo saber el motivo de tanto interés?

— ¿En serio te dijo eso? Yo solamente pregunté por cómo iban las ventas de todos. En general. ¡Créeme!

— ¿Seguro? O… ya le contaste a Eduardo algo sobre lo nuestro.

— ¡Qué te pasa bizcocho! Ni a él ni a nadie. Igual lo dejaste muy claro. No existe entre los dos un «nosotros»… Por ahora. Así que despreocúpate que no tengo nada que contar.

— ¡Me parece bien! —Le respondí, mientras que José Ignacio, agotando ya su porro sujeto entre el pulgar y el dedo índice, lo arrojó al cesto de basura y sin decirme nada entró por la puerta que da acceso a la cocina y me ofreció un café.

—Me quedé a solas allí, terminando con calma mi cigarrillo y evaluando si era cierto que él no había preguntado por mí, y si era así, me pregunté el motivo por el cual Eduardo me había mentido y enviado a entregarle esos documentos. Pasó un tiempo y no llegaba él con mi café. Entré a la cocina y la cafetera ya expulsaba entre cálidos vapores el rico aroma, pero no estaba allí. Solo dos pocillos de porcelana, un tazón mediano con azúcar hasta la mitad y dos cucharitas de plata. Dispuesto todo sobre una blanca bandeja de plástico.

—Negué con mi cabeza por aquel olvido suyo, pero serví la bebida caliente para los dos y con la bandeja en mis manos, salí al comedor. Lo llamé desde allí y escuché su voz lejana diciéndome que subiera a la segunda planta. –Camilo se lleva la mano derecha a la frente. – ¡Sí, sé que no debí haberlo hecho!, pero no se había comportado mal. No había intentado nada conmigo y me sentí… Segura.

—Subí los escalones de madera y al llegar al pasillo observé dos habitaciones con las puertas de color caoba bien cerradas, un baño auxiliar con la puerta entre cerrada, y solo la del frente permanecía bien abierta. Dudé en seguir. ¿Sabes por qué? —Le pregunto a mi marido, pero Camilo tan solo alza los brazos, extiende las manos y aprieta los labios, con cierta tristeza, esperando a que yo misma me responda.

—Escuché el ruido de la regadera. Se estaba dando un baño. Me sentía incomoda pero a él todo le daba igual. Y allí de pie con la bandeja sostenida por mis manos me llegó de repente un Deja-Vu. Me sentí familiarmente ubicada en aquel espacio, como si estuviera cómoda reviviendo una situación tan cotidiana.

— ¿Cómo si estuvieras llevándome el café al estudio por la noche mientras yo trabajaba en mis proyectos? —Le sugiero a Mariana.

—Si cielo, fue más o menos así.

—Ingresé despacio y noté la puerta del baño abierta de par en par, al igual que las cortinas en la ventana. No había un lugar libre donde poder descargar la bandeja, así que me senté en una esquina de la cama y la coloqué con cuidado a mi lado. Mientras daba el primer sorbo al café, curiosa fui dando una repasada a su amplia habitación. La cama era de grandes dimensiones, cómoda, bien mullida y con un edredón totalmente negro como las fundas de los dos almohadones.

—Por encima del cabecero, en el zócalo rectangular en la pared, permanecía iluminado un acuario con varios pececitos dorados y un submarinista amarillo de plástico que subía y bajaba, impulsado por el chorro y las pequeñas burbujas. Miré las paredes y sobre las dos mesitas de noche, buscando retratos con datos visuales de su familia o de su famosa novia, pero no existían más que dos lámparas de noche con caperuzas de grueso pergamino amarillento, y en la pared del fondo un diploma enmarcado justo al lado de dos guitarras colgadas dentro de sus estuches.

— ¡Ahhh! Y afiches de superhéroes. Batman, Superman, El Guasón, El hombre Araña y la mujer maravilla, y otro donde aparentemente Godzilla destruía una ciudad similar a Tokio. Y bajo ellos, varios modelos de automóviles a escala, como el que me obsequiaste, sobre la repisa de un mueble viejo, y dentro de este, tras los vidrios transparentes muchos otros cientos, pero más pequeños.

—Al lado de la puerta del baño un alto espejo rectangular, y al costado derecho un perchero solterón de madera barnizada, con su vestido de paño negro perfectamente colgado, la celeste camisa bien doblada y en un anaquel más abajo las medias azul oscuro y… Sus pantaloncillos blancos. Los zapatos negros por supuesto, bien lustrados, esperaban en el piso ser calzados nuevamente.

—Tuviste la oportunidad de irte y dejarlo… mantener todo como siempre. Pero no lo hiciste Mariana. ¡No quisiste hacerlo! —Me interrumpe Camilo colocándose en pie, con un cigarrillo nuevo en su boca sin encender, la mochila Wayuu terciada sobre el pecho y en su mano derecha la copa llena de licor.

Lo sigo con la mirada. Se aleja dirigiéndose hacia el bajo muro de piedra. Se planta allí a mirar hacia el horizonte, donde el mar se une con este firmamento oscuro. Me sirvo otra copita de ron y me dirijo hacia donde se encuentra mi marido adolorido. Voy a fumar con él, a sufrir junto a él, contándole los otros detalles.

—Salió del baño, con una toalla azul anudada a la izquierda de su cintura y con otra más pequeña y beige secándose el cabello, arremolinándolo al hacerlo, y mientras se acercaba, –caminando despacio mirando al suelo y fijándose en cada paso que daba sobre el piso laminado– yo fui detallando su cuerpo con tranquilidad. Estaba como quería, es verdad que lo pensé. Totalmente blanco empalidecido, como una rana platanera, y depilado por todas partes, ni siquiera un pelito en las axilas. Las tetillas de un rosa pálido y del tamaño de una moneda de cien pesos, parecían querer ocultarse de mi vista entre sus fornidos pectorales. Los abdominales los tenía muy marcados y tonificados por horas de ejercicio, dándole forma a un envidiable «six pack».

—Levantó la cabeza al llegar a mi lado de la cama y se deshizo de la toalla, –lanzándola a la cama por encima de mí cabeza– con su pelo negro revuelto y aun húmedo por el agua, pero su barba descuidada, ya la había desaparecido su máquina de afeitar. Aparentemente sin intención o disimulándola bien, se le aflojó el nudo de la toalla azul que lo cubría de cintura para abajo y se giró hacia el perchero para tomar sus ropas, dejándola caer a sus pies. Pero alcancé a observar sus muslos fuertes y acuosos todavía, dejando rodar en desordenada caída, algunas cristalinas gotitas de las rodillas para abajo.

—Y sí, también volví a ver su pene pero esta vez colgando, agitándose insolente por el movimiento, –golpeando al caminar la bolsa arrugada y rosada de sus… grandes testículos– flácido sin el grosor por la emoción, ante mi mirada impertinente. Quizás se debía a que lo tenía completamente depilado, pero me dio la impresión de tenerlo más grande y grueso que aquella vez que me lo enseñó en la oficina. A pesar del frío de aquella mañana y de tenerlo relajado e indiferente, –cayéndole pesadamente hacia un lado, a la altura de la mitad del muslo– me pareció que… qué bien… excitado, debería alcanzar un tamaño… considerable. ¡Pero muy similar al tuyo! —Camilo agacha la cabeza, suspira y exhala el aire de sus pulmones. Aprieta ambos puños pero no los lanza contra mí ni contra nada, conteniendo su ira, absolutamente comprometido con su promesa de escucharme.

—Yo lo miraba de reojo, José Ignacio hacía lo mismo mirando mi imagen reflejada en el espejo, aunque aparentaba no fijarse en mí. Se iba a empezar a vestir pero se arrepintió y regresó desnudo, para sentarse a prudente distancia de mí.

—Espero que no te incomode que me tome el café a tu lado, desnudo como estoy, pero es que no me gusta beberlo frio. ¡Me gusta todo lo calientico! —Me dijo. ¡Y el incómodo ahora es mi marido!

—Para nada, no es la primera vez que un hombre hace lo mismo. A diario lo hace mi esposo. ¡Normal! —Le respondí intentando mantener una conversación desapasionada ante esa situación tan inusual.

— ¡Ahh! Es que pensé que te ibas a espantar de verme así. —Esperaba a que se sonriera como lo hacía usualmente, pedante y altanero, pero no lo hizo. Me habló con serenidad.

— ¿Por qué lo haría?, le respondí. ¡No es el primer culo pelado que veo en mi vida, ni será el último! Además ya te atreviste a mostrarme tú… tú «coso» el otro día. —Le respondí mientras volvía a sorber despacio mi café.

—Eso fue una estupidez mía, pero pensé que debíamos quedar en paz.

— ¿En paz? ¿Cómo así? No sabía que estábamos en guerra. —Le contesté mirándole a los ojos, sin desviar la mirada a otro lugar.

—Pues bueno, me refiero a que tú «panocha» ya me lo mostraste, y yo me sentía en deuda. Pero reconozco que no fue el momento apropiado.

— ¿Y ahora en tu casa y en pelotas, crees que sí lo es? —Le interrogué.

—Estamos solos, no hay nadie más y te has ofrecido a traerme los documentos. ¿Por algo será no? —Me respondió, ahora sí con su tonito arrogante.

— ¡Nacho por favor!, no seas ridículo, que no vine por gusto sino obligada porque Eduardo me pidió el favor. De hecho no tendría por qué estar aquí a estas horas y a solas contigo. —Le respondí fastidiada.

Miro al rostro de Camilo para ver como se lo está tomando. Está descompuesto y mortificado. ¡Con justa razón!

—Él se echó hacia atrás apoyándose sobre la palma de una mano y con la taza en la otra bebió de su café, abriendo más las piernas. Pude ver con aquel movimiento, como su pene había adquirido cierto grosor, pero todavía caía hacia abajo y se le ocultaba por detrás del muslo.

—Yo seguía sentada, ya había desocupado la tacita de mi café y aunque pensé que ya debía irme, el hecho de que José Ignacio estuviera todavía desnudo, enseñándomelo todo y estuviese tan tranquilo haciéndolo sin forzarme a nada, me hizo sentir confiada en que no pasaría nada más que una extraña charla.

—Se levantó y caminó hasta el perchero de madera y me permití observarlo con detenimiento por la espalda. –Y mi esposo ya me mira con esa mirada suya, perspicaz y acusadora. – Te… tenía unas nalgas redonditas y… deseables. ¡No tan nalgón como tu delicioso trasero! Pe… pero no estaba mal de la retaguardia. Lo tenía bien puesto y… ¡Lisito como el culito de un bebé! Salvo por otro tatuaje en la parte baja. Letras y números romanos en color escarlata. Y en la nuca otro más, con tres triángulos equiláteros de diferente tamaño, tatuados con tinta negra en secuencia de menor a mayor. Unas buenas piernas, y su espalda ancha, trapezoidal y musculosa.

— ¿Te puedo ser sincera? –Camilo ni me mira. – Me entraron ganas de pegarle una buena palmada y para curarle el ardor, darle un buen mordisco a ese culo tan redondito y pálido.

Camilo justo ahora voltea a mirarme y unas cuantas lágrimas parecen querer emparejarse a la altura de su mentón. ¡Me duele que sufra por lo que le estoy relatando, pero es necesario que sepa toda la maldita verdad!

—Se empezó a vestir con calma, sin apuros al frente de mí. Y esa sensación de haber vivido anteriormente esa experiencia, siendo tan nueva, regresó a mi mente.

—Pensé en ti, porque era como si yo estuviera en mi casa, sentada sobre mi cama, admirada por la despreocupante prisa con la que te colocabas la ropa cada mañana antes de salir apurado hacia la constructora. ¡No sentí angustia ni remordimiento! No estaba haciendo nada malo, solo hablaba, aunque si lo hubieses llegado a descubrir en su momento, con seguridad te hubieras enfadado conmigo y tal vez me hubieses abandonado en ese instante, justamente por hacerlo con el hombre que tanto detestabas, a pesar de que solo charlaba, precisamente con aquel atractivo hombre totalmente desnudo a mi lado.

— ¿Pensaste en mí y en cómo me sentiría? ¡Qué amable de tu parte Mariana! Pero… ¿Pensaste en ti y en qué clase de puta mentirosa te convertías?

—No lo hice cielo, porque no me sentí a su lado como lo estarás pensando.

—No estaba excitada si es lo que te imaginas. Era otra sensación, un tipo de bienestar diferente el que sentía por hallarme allí después de todo, tranquilizada por sus nulas muestras de intentar algo más íntimo conmigo.

—Era conocimiento lo que yo buscaba hallar y me encontré con la posibilidad de quitármelo de una vez por todas de encima. Portándome así delante de él, –desnudo y yo sin amedrentarme–, le demostraba que no era ninguna estúpida mojigata y que salir corriendo al ver cómo le colgaba su pene entre sus muslos, no era la mejor opción. Eso quedaba para una virgen y timorata adolescente, o tal vez para una mujer con nula experiencia y apenada como… ¿K-Mena?

—Y me la imaginé a ella después de reponerse del susto, palpando esas nalgas, de rodillas adorando a ese pene con su mirada de luna llena, chupándole la cabeza rosa y hasta sus colgantes pelotas; y después sin mucho esfuerzo por parte de Nacho, abriéndole las piernas tras algunas tímidas risitas, dejándose penetrar por él, perdiendo no solo su virginidad o su inocencia, sino también a su prometido.

— ¡Por eso si me asusté! Y no por presenciar sin aspavientos de mi parte, su piel de armiño. Yo era una mujer ya casada y que no tendría motivos para espantarme al verlo como Dios lo trajo al mundo. Y creo que José Ignacio lo comprendió así y lo valoró.

—Por supuesto. ¡Tan tolerante tú y tan comprensivo él! —Le respondí de cínica manera. Mariana tuerce la boca, no le gusta mi comentario, pero continúa hablándome.

—Me levanté y me arreglé la altura de mi falda. Acomodé en la bandeja las tazas para salir de su habitación y antes de cruzar la puerta me dijo…

— ¡Ahora eres tú, quien está en deuda conmigo! —Y me detuve para preguntarle sin darme la vuelta, pero girando un poco mi cabeza.

— ¿En deuda? ¿Y cómo por qué motivo, razón o circunstancia?

— ¡Por qué tu todavía no me has mostrado las tetas! —Me respondió elevando el volumen de su ronca voz.

—Y me giré regresando hacia el interior de su alcoba, cruzando por su lado sin dejar de mirarle a los ojos, con el fuego de la furia en los míos. Dejé la bandeja nuevamente sobre la cama y me di vuelta para encararlo. Me acerqué a él y lo tomé por la corbata, que aún no terminaba de anudarse. Entonces si se asustó y echó hacia atrás la cabeza, presumiendo que lo iba a abofetear.

— ¡Ven acá!, le dije jalándolo hacia mí. Me empiné y… Lo besé. No fue largo ni muy atornillado, aunque si metió su lengua dentro de mi boca y yo… No solo lo dejé, sino que le correspondí por un breve instante. Se emocionó, y la dureza de su pene la sentí oprimir mi vientre y una mano suya, la derecha, intentó alcanzar mi seno izquierdo, y la zurda conquistar la redondez de mi nalga derecha.

— ¡Quieto querido, es suficiente! –Le dije con firmeza. – Sentí que te lo debía y ya lo he pagado. Con respecto a lo otro, ni lo sueñes. Has visto muchas, seguramente tendrás más para acariciar o te conformaras con besar las de tu novia, pero estas dos puchecas, –y me las sostuve con las manos– no se las muestro a nadie ni me las dejo tocar sino por las manos y la boca de mi marido. Además eres muy perro. ¡Olvídate de ellas y juega con otra!

—Y salí de su habitación, bajando sin afán las escaleras. Tomé el abrigo que había dejado colgado en el respaldo de una silla del comedor y me fui de su casa.

Camilo llora amargamente, suspira frecuentemente y absorbe con fuerza la goteante humedad de su nariz. ¿Y yo como estoy? Igual, o mucho peor.

En algún lugar recóndito dentro de mi cabeza, se forma un pequeño cuarto oscuro, donde se van revelando las palabras que han entrado por mis oídos, formando con lo negativo de aquella secuencia detallada, imágenes que se van imprimiendo a colores, –lúcidas y penetrantes– tras el telón de mis párpados cerrados.

¿Por qué sigo aquí escuchándola? ¿Por qué razón no me abandona este calor intenso que siento recorrerme por dentro? Lógicamente no es por el Sol, pues él tan soberano e inteligente, hace horas que se le escapó al martirio de ver a la Luna tan lejana y rondando a una pelotica azul. Ni por el ron, con el que continuamente he hecho arder mi garganta hasta sentirlo hervirme en el esófago.

¡También era algo normal! Pues no lo voy a negar, el maricón ese estaba bien plantado, con ese porte de protagonista de novela y su sonrisa engatusadora como su labia, tan accesible a sus manos al estar a su lado mostrándose sin vergüenza, cual escultura griega con su piel de mármol tan bien pulida. ¿Qué mujer podría resistirse a sus encantos? Elizabeth hasta donde tengo entendido lo hizo. Mariana no, por supuesto, tan cercana a ese playboy de playa empelotado a su costado. Era normal que ella se mantuviera allí sentada en su cama excitada, a solas con el tipo que traía a más de una mujer en la constructora, completamente bobas.

—Lo… ¡Lo lamento mi vida! En ese momento yo… yo no sabía en lo que me iba a meter por mi estupidez y mi soberbia. Y en todo el dolor que te iba a causar. ¡Perdón, perdóname! —Me dice llorando, y se abalanza sobre mí, apretándome con todas sus fuerzas, su frente sobre los rastros de la mancha en mi camisa, y mis brazos sin la acostumbrada fortaleza, se rebelan y no la abrigan como siempre. Parecen estar agotados de abrirse para ella y por ello ya no rodean su cuerpo para protegerla. ¿De quién? ¿De estos sentimientos míos tan diversos?

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