Salí de trabajar y me dirigí directamente a una clínica para hacerme un reconocimiento médico a cargo de la empresa donde trabajo.
Después de anunciar en recepción que había llegado, a los 5 minutos me llamaron para que entrara a consulta.
Pasé y me encontré a una doctora. Muy guapa y sexy. Aproximadamente debía de tener entre 40 y 45 años. Llevaba puesta una blusa blanca a juego con la bata de doctora, falda negra a la altura de las rodillas y sandalias, dejando ver sus bonitos pies. La verdad que me puse un poco nervioso al verla. Le entregué un bote con una muestra de orina y me hizo una serie de preguntas sobre mi historial médico y, a continuación, estuvo leyendo para sí misma los resultados del análisis de sangre que me habían hecho pero sin decirme nada en especial.
Me tomó la temperatura y después chequeó la visión y me exploró los oídos y luego me revisó la garganta.
–Todo bien. Quítate la ropa de cintura para arriba –me dijo ella.
Creía que iba a ser una consulta rápida pero parecía que se iba a alargar un poco. Me quité la americana, me desanudé la corbata y después me quité la camisa. Con un estetoscopio comprobó los latidos del corazón. Lo hizo por delante y después por la espalda y me dijo que respirase hondo.
Una vez hecha esta parte se me quedó mirando y me dijo:
–Ahora necesito que te quites los pantalones y los calzoncillos –me dijo de forma decidida.
Me quedé pálido y después rojo de vergüenza en cuestión de segundos.
–¿Me tengo que quitar todo? ¿Por qué? –dije casi sin saliva en la boca.
–En la analítica se te ha medido el volumen de PSA de la próstata y lo tienes más grande de lo que lo deberías de tener así que debo de hacerte una exploración manual ahora mismo.
–¿Te han hecho alguna vez una revisión urológica? –me preguntó de manera seria.
–No. Nunca me he hecho una…
–A tu edad deberías hacerte una cada año –me interrumpió– Es importante hacerse este tipo de chequeos periódicamente a partir de los 40 años –continuó diciéndome.
No sé qué me dejó más desconcertado: si lo que me dijo de la próstata o el hecho de tener que desnudarme.
–Pásate a esta sala, te quitas la ropa y cuando te desnudes ponte este camisón abierto por detrás –me dijo ella.
Iba en serio: me tenía que quitar toda la ropa y por primera vez me iba a desnudar en una consulta médica siendo ya adulto y además me iba a explorar una doctora que era toda una belleza.
Me descalcé y a continuación me desabroché el cinturón y el botón del pantalón y después me lo bajé y quité. Después mis pies quedaron al descubierto cuando dejé los calcetines sobre los zapatos y ya solo me quedaba quitarme los calzoncillos. No me lo pensé más y empecé a bajármelos hasta que me los quité y ya me encontraba sin ninguna ropa. Lo que creía que iba a ser una revisión de trámite se había convertido en que me encontraba en pelotas y apenas habíamos empezado. Me puse el camisón que me dejaba con el culo al descubierto. Unos segundos después me preguntó la doctora si ya estaba listo y dije que sí.
Las sorpresas no habían terminado: entró la doctora acompañada de una enfermera que debía tener unos 25 años y también muy guapa. Llevaba únicamente una bata de enfermera y, por lo tanto, enseñaba generosamente sus piernas.
Yo cada vez estaba más y más nervioso.
–Como nunca te han hecho una revisión urológica, además de la próstata, te voy a revisar el pene y los testículos para comprobar que todo está bien –me dijo la doctora mientras se ponía unos guantes y la enfermera otros.
Esto fue algo que me pareció bastante morboso, especialmente al oír el ruido del látex cuando se los ajustaron en sus manos.
–Súbete el camisón –me dijo la doctora.
Me quedé inmóvil sin obedecer lo que me había dicho.
–Tienes que subirte el camisón, si no, no te podemos hacer nada– me comentó la enfermera de manera amable.
–No te preocupes. Desnudarse aquí, en una consulta médica es algo muy normal. Estamos aquí para ayudarte. Tú simplemente levántate el camisón y nosotras nos encargamos de todo –me dijo la doctora sonriendo.
Había llegado el momento de la verdad. Me descubrí y la doctora y la enfermera pudieron ver mis genitales completamente afeitados. Empezó por las ingles y después se detuvo en el pene. Retiró la piel para atrás y me miró el glande con detenimiento y después lo empezó a tocar y me inspeccionó el orificio de la uretra. Yo estaba intentando pensar en otra cosa pero al final pasó lo que me temía: la erección hizo acto de presencia. Observé que la enfermera, que estaba viendo sin perder detalle todo lo que me hacía la doctora, se quedó colorada. En cambio, la doctora actuaba como sin darle importancia al endurecimiento de mi miembro viril. Además aprovechó la erección para comprobar el grosor del pene y me tocó desde un lado hasta el otro. Después me palpó los testículos agarrando primero la bolsa escrotal y después palpando un testículo y después el otro.
–Ahora túmbate en esta camilla –me ordenó.
Observé la camilla: me recordaba a las que utilizan las mujeres en sus revisiones ginecológicas pero evidentemente también servían para hombres como iba a poder comprobar irremediablemente en unos segundos.
Me tumbé y la enfermera me dijo que acercara el culo hasta el borde de la camilla. Corrí el culo hasta donde me dijo y después me ayudó a colocar los pies en los estribos. Cuando puse un pie en cada estribo comprobé que me quedé muy abierto de piernas por lo que estaba muy expuesto y a entera disposición para que me hicieran lo que tuvieran que hacerme.
La doctora me fue a palpar el pubis pero había algo que se lo impedía.
–Alicia, sujétale el pene –dijo la doctora.
La enfermera me agarró mi pene erecto con una mano para que la doctora me pudiese palpar el abdomen y el pubis con facilidad. La erección era tan grande que el pene la impedía revisarme con facilidad el pubis. Yo estaba que no sabía dónde mirar de la vergüenza que estaba pasando. Me palpó el pubis y después el abdomen apretando ligeramente en esos lugares. Después se sentó en un taburete entre mis piernas y su cara quedó justo enfrente de mis partes íntimas y me volvió a inspeccionar la bolsa escrotal pero esta vez con más detenimiento. Me palpó los testículos delicadamente. Los tenía en ese momento separados del cuerpo, colgando bastante, así que abierto de piernas era más fácil poder tocármelos.
Después, cuando me estuvo explorando el testículo derecho, en un momento dado, me hizo un poco de daño pero se me pasó el dolor enseguida.
Una vez hecha la exploración genital completa le dijo a la enfermera:
–Dame otros guantes y prepara el lubricante.
Ya sabía lo que me iba a hacer: le tocaba el turno a mi trasero.
Cuando se puso el par de guantes nuevo, me empezó a palpar los alrededores del ano. Supongo que sería para ver si tenía alguna fisura o algo parecido.
–Alicia, lubrícale, por favor –le dijo a la enfermera.
Pude ver como ella tenía el gel lubricante en la mano y después noté como me lo untaba en la entrada anal. De hecho, metió un poco su dedo a lo que mi pene respondió moviéndose a ese estímulo. Me dejó listo para ser penetrado.
Estaba tenso y nervioso y con una erección bastante incómoda.
–Relájate y no aprietes el esfínter –me indicó la doctora mientras se lubricaba su dedo índice de la mano derecha.
A continuación, dicho dedo lo metió dentro de mi ano. Lo hizo con decisión pero teniendo cuidado a la vez. Al principio debió de meter medio dedo y empezó a explorarme cerca de la entrada y un rato después lo introdujo completamente. No sentí dolor. Supongo que entre el lubricante y la excitación que sentía ayudaron para no tener ninguna molestia.
Así estuvo penetrándome, calculo que durante dos minutos. Después sacó su dedo y, cuando creía que ya me podía vestir, me dio la siguiente orden:
–Date la vuelta y ponte a cuatro.
Evidentemente la revisión anal no había terminado.
Me di la vuelta y el camisón me estorbaba porque se me estaba cayendo.
–Quítate el camisón para que estés más cómodo –me dijo la enfermera.
Sin nada que me tapara me puse en cuatro. La postura parecía más humillante que la anterior y mi culito blanco quedó bastante a la vista.
De nuevo la doctora, que se puso de pie, volvió a introducir su dedo dentro de mi cuerpo.
Miré hacia la derecha y vi mi ropa que la había dejado colocada en una silla. Con el traje de ejecutivo me sentía con poder. Pero la realidad era bien diferente porque estaba completamente desnudo, indefenso, desprotegido, expuesto, a cuatro patas, con mi culete ofrecido, a merced de dos mujeres , penetrado y obedeciendo todas las órdenes que me indicaban tanto la doctora como la enfermera. No podía hacer nada para impedirlo. Mandaban ellas y yo solo me limitaba a hacer lo que me ordenaban. Estaba en una situación de vulnerabilidad pero a la vez natural y, reconozco, también morbosa.
Tan morbosa era que estaba goteando semen y, como estaba en cuatro, estaba mojando la camilla.
Se me vino a la cabeza cuando una novia que tuve me comentó que en una visita al ginecólogo, cuando la revisaron los pechos se empezó a excitar y, cuando se tuvo que abrir de piernas, estaba completamente mojada y pasó mucha vergüenza. Así era como me encontraba yo en ese momento y podría decir que ya sabía lo que sentía.
Volviendo a mi exploración, el dedo de la doctora estaba de lleno tocando mi próstata. Era indudable que me estaba excitando y no lo podía disimular. Al fin y al cabo estaba estimulando mi punto P, el equivalente a punto G femenino.
La enfermera, al ver la situación, trató de tranquilizarme.
–No te preocupes que ya estamos a punto de terminar –me dijo.
–¿Notas dolor? –me preguntó la doctora.
–No, dolor no siento –respondí.
–¿Y ganas de orinar?
–Sí, tengo ganas –respondí.
–Bien. Es normal en este tipo de exploraciones. Recuerda que a partir de ahora te las tienes que hacer a menudo –comentó la doctora.
Movía el dedo de un lado para otro. Lo giraba continuamente y en otros momentos lo dejaba fijo en algún lado.
Estaba siendo una revisión rectal tan exhaustiva que no debía de quedar ni un milímetro del recto que no hubiese explorado la doctora.
–Tose. Necesito que tosas –me pidió la doctora.
Tosí y en ese momento noté que estaba a punto de eyacular. Si mantenía el dedo dentro de mi culo unos segundos más iba a ocurrir. Tenía una erección tan fuerte que tenía el pene completamente rojo. Una situación así no se daba todos los días.
Cerré los ojos e intenté pensar en otra cosa pero era imposible. Dos mujeres estaban dominando mi culo y pasó lo inevitable: automáticamente me empezó a salir el semen… sin tocar el pene. Solo con la estimulación prostática. Empecé a gemir del placer que sentía mientras eyaculaba.
La enfermera, en un bote, recogió el semen. No me dijo el motivo. Supongo que sería para analizarlo y cuando terminé de expulsarlo todo, la doctora sacó su dedo del interior de mi recto.
–Ya hemos terminado –dijo ella mientras se quitaba los guantes.
Me quedé quieto, aún en posición de cuatro y sudando después de lo que había ocurrido. La enfermera me limpió el ano y después me dijo:
–Date la vuelta y túmbate.
Me limpió los restos de semen que tenía en mi glande.
–Gracias –dije muerto de vergüenza.
Ella me sonrió y me dijo que ya me podía vestir.
Después la doctora me dijo que el informe que había hecho lo llevara para hacerme una revisión urológica.
Claro, realmente ella no era uróloga pero se veía que dominaba esa especialidad.
Salí a la calle y, evidentemente, pensé que fue un reconocimiento médico que no iba a olvidar en la vida. Reconozco que me gustó y que no me importaría repetir.
Solo quedaba un detalle: ¿Qué le iba a decir a mi mujer cuando me preguntara cómo había ido la consulta?