Por la mañana nos fuimos directo a Las Dunas, al mismo sitio. No más llegar, la señora se despelotó, aún antes de revisar si no había nadie por los alrededores. Fue bajarse de la moto, quitarse los zapatos y el vestido–pantalón que llevaba y zazan. No llevaba nada debajo. Entonces se me quedó mirando, mientras yo escudriñaba, centímetro a centímetro su maravillosa anatomía.
– ¿Y tú, esperas a alguien? No te veo decidido. Habíamos quedado que lo hacíamos los dos.
– ¿Haa? Si, claro, ya voy. Te estaba admirando. La verdad, no me canso de deleitarme con tu belleza. Tienes un cuerpo que ya hubiera querido tener un escultor como Miguel Ángel, para modelo. Claro, él era maricón, solo lo hubiera utilizado de modelo. Pero yo no esculpo, solo me doy gusto, por los momentos.
– Salido, vamos, despierta ya y ponme bronceador por todo el cuerpo, si es que te atreves… Quiero broncearme toda, sin marcas. Deja de temblar y pon manos a la obra, que para luego es tarde. – mientras tanto, yo me quitaba el bermuda y la trusa de natación, cuando de pronto – ¡Madre mía, esa culebra es enorme, Dios mío…
Como pude traté de taparme con las manos, pero ni modo, por lo tanto, para cambiar el tema, me dediqué a esa ardua labor de ponerle el bronceador. Nunca había tenido para mis manos todo ese cuerpo, a veces su espalda y piernas, alguna que otra vez le di, además de bronceador, un baño de crema posterior a la ducha. Ayer, sus tetas. Pero no todo su cuerpo a mi disposición. Se los juro que fue apoteósico. Me mareé. Pero lo disfruté como un macaco. Cuando terminé de untar bronceador hasta por su pubis y nalgas, amén de sus tetas, tuve que recuperar mi respiración, porque estaba hiperventilando. Y mi anaconda se hallaba en estado de choque. Ya no podía más. Luego ella me devolvió la labor, con esmero, como buena madre, salvo mis partes íntimas, que la señora se negó a tocar ¿por pudor o por miedo? y nos fuimos al agua. Ni siquiera lo frío del mar, que recibía la corriente proveniente del norte y estábamos ya en solsticio de invierno, pudo calmar mi calentura. Durante dos horas, que para mí parecieron diez, Sugey y yo jugueteamos corriendo olas o caminamos tomados de la mano, tonteamos, conversamos y nos sentábamos sobre las toallas a vernos a los ojos, un deporte que últimamente practicábamos de corrido. De pronto:
– Mi amor, yo te veo así, con eso tan tieso, duro, desde que llegamos. Anoche tampoco se te bajó ni por un momento, no puedes seguir así, te puede dar una cojonera y eso es muy doloroso, a ver, déjame… – y de seguidas, empuñó el mástil con su diestra y empezó a acariciármela, con mucho mimo y cara de chica traviesa, muy traviesa.
Poco a poco fue aumentando el ritmo, hasta hacerme una paja descomunal, como nunca nadie me había realizado, ni remotamente. Me miraba a los ojos y ponía su boquita como la de una bebita y se relamía. Metía dos dedos en su vagina, disimuladamente y con sus humores luego embadurnaba mi barra, para hacerlo con lubricación natural. Tenía unas manos y una habilidad especiales. Ya me llevaba por la vía del encanto, cuando se dejó de pendejadas y se lo metió en la boca, de un solo trago. Casi tres cuartas partes de mi miembro entraron en esa boquita de ensueño. Hasta las amígdalas. En definitiva, estuvo en eso mucho rato, yo tratando de controlar mi piso pélvico para no acabar, porque quería que aquel momento fuese épico, durara para siempre. La señora me dio la madre de todas las mamadas, hasta que eyaculé como un poseído del demonio, en su boca. Ella hizo su magia y no se perdió ni una gota de mi líquido seminal. Se tragó todo mi material genético de una sentada. Yo alucinaba… ella me miraba con amor, extasiada…
De pronto, aquella mujer se puso a llorar sin son ni ton y salió corriendo y yo me quedé paralizado, sin entender. Solo cuando recuperé un poco el control de mis piernas, pude levantarme e ir tras ella. La alcancé a unos doscientos metros de nuestro campamento, arrodillada, con el rostro entre sus manos, llorando como si se le hubiera muerto un pariente. La abracé y la atraje hacia mi pecho y traté de tranquilizarla.
– Ven, mi amor, no sé qué te pasó, pero aquí estoy yo para cuidarte y consentirte, mi niña linda. Ya, ya, no llores más. Te amo más que a nadie en el mundo, Sugey, mi amor, mi madrecita bella. Eres lo más grande de mi vida, no llores más.
Solo un rato después se calmó un poco, pero no levantaba la vista, solo veía hacia el suelo. Le tomé de la barbilla y levanté un poco su carita, para poder mirarla a los ojos, pero me esquivaba la mirada, como avergonzada. Entonces la tomé por ambas mejillas y levanté nuevamente su cara, ya con más firmeza y le pregunté:
– Cuéntame que te pasó, mi amor. Me tienes muy preocupado, no sé si fue que te lastimé o te ofendí. Por favor, perdóname sea lo que sea que te haya hecho. Te amo, no quiero verte así, me estas matando…
– Snfff, snfff, es que… soy… soy… muy… put… puta. Soy una… mala madre… nunca deb…snfff… nunca debí haber… haber hecho lo que te… hice. Perdóname tú a mí, porque me comporté… como una puta… snfff…
– ¿Cómo me vas a decir eso y que te perdone? ¿Cómo se puede perdonar algo que me hace tan feliz? Eso no tiene sentido. ¿Qué eres una puta? ¿Estás loca? Tú eres la mejor madre del mundo, eres perfecta para mí, por eso es que estoy tan enamorado de ti. Que puta ni que ocho cuartos, por favor. Ya deja las tonterías, me asustaste, pensé que te había hecho daño, no sé, o que te había ofendido. Por favor, ya deja de llorar y levántate, vamos a caminar un poquito para que te tranquilices. Vamos, bonita.
Y traté de pararla, pero la señora se negaba. No sabiendo que más hacer, me quedé a su lado, abrazándola para demostrarle mi afecto. Allí estuvimos hasta que ya el sol casi nos achicharraba. Por fin decidió levantarse y volvimos a la sombra del cují, para salvarnos de una insolación.
Pero la señora no levantaba la cabeza ni dejaba de sollozar. No hallaba qué hacer. Le hablaba y era cómo hacerlo con el cují o la moto. Ella no me respondía. Entonces, ya desesperado por su mutismo, le dije que se levantara y recogiera, que nos íbamos. Como una autómata lo hizo, mientras yo recogía lo mío y el camuflaje de la moto. Le puse la mascarilla, el casco y las antiparras, le di los guantes y prendí la moto. Se subió de parrillera y partimos hacia el apartamento.
Por el camino me devanaba los sesos pensando en el asunto y no le encontraba ni patas ni cabeza. La única explicación sería que se había dejado llevar por su líbido, se había excitado por el nudismo y nuestros juegos en el agua y se decidió a proporcionarme la mamada de mi vida y en terminando, se arrepintió, se sintió sucia. Una vez en casa, en el apartamento, le pedí que se bañara y se vistiera para salir a almorzar, pero no quería nada, solo se mantenía acurrucada en el sofá, con la mirada perdida y totalmente mutis. No me hablaba, no me miraba, creo que ni siquiera me escuchaba. Estaba como en trance.
– Mami, por favor, tenemos que hablar, mírame a la cara, por favor. No te entiendo, lo que hiciste para mí fue la gloria pero, evidentemente, para ti, fue algo horrible. Lamento mucho que te sientas así, pero déjame decirte que nunca había disfrutado tanto de algo cómo eso. Eres la mujer que amo y eso es parte de lo que espero de ti. Estoy loco por ti ¿no te das cuenta? Te amo con locura.
La señora dueña de mis desvelos seguía en trance. La dejé sola por un rato, mientras me daba un buen baño y me vestía. Insistí en que ella hiciera lo mismo y nada. Se recostó del brazo del sofá y creo que se durmió, porque su respiración se hizo más lenta.
Como a las 7 de la noche, ya oscureciendo, le pedí nuevamente que se bañara y se vistiera para salir a cenar, ya que no habíamos almorzado. Por fin se levantó y se metió al baño, a orinar. Luego escuché la ducha y más tarde, salió con una toalla anudada sobre el pecho que a duras penas tapaba sus nalgas y otra en la cabeza. Enseguida se quitó la de la cabeza y empezó a pasarse un enorme peine por su bella cabellera. Me acerqué a ella por la espalda y noté la gran quemada que se había dado. Yo también me sentía escaldado. Le pedí que se acostara boca abajo en la cama para darle un baño de crema y se nota que lo pensó, pero terminó aceptando. Luego de cubrir toda su anatomía, por la parte de atrás, le pedí que se diera vuelta, pero dudaba. Le dije que no tenía ninguna intención sexual, solo quería hidratar su piel. Entonces y con cara de vergüenza, sin mirarme a los ojos, se colocó boca arriba.
Procedí, evitando todo tinte erótico o sexual, a cubrir todo su cuerpo con la crema hidratante. De pies a cabeza. Se había quemado parejito. Estaba preciosa, parecía un parguito de colorada, bella. Jamás la había visto tan quemada. Le di un casto beso en la frente y le pedí que se pusiera unos pantalones para salir en la moto a cenar. Como no se veía de buen talante, la llevaría a comer una pizza en una pizzería que quedaba algo cerca.
Cenamos las pizzas, yo me mandé dos, por el hambre acumulada de todo el día sin comer y ella solo pudo con la mitad de la suya y regresamos.
Una vez en casa, le dije:
– Si tan mal te sientes, si de veras crees que eres una puta y una mala madre, entonces se acabaron las vacaciones, supongo. Hasta aquí llegó la aventura de Sugey y Tito. Pudo haber sido algo muy lindo, pero ni modo. Mañana temprano te llevaré al aeropuerto, con la maleta, para que regreses a casa. Yo me iré solo, en la moto. O de pronto, hasta me arrecho y la vendo aquí por cuatro lochas y me regreso luego en avión.
– ¿La vas a vender, a tu querida moto?
– Claro, me provoca, porque cada vez que la vea, me acordaré de algo que era tan lindo y de pronto, se acabó. Un viaje en moto con mi linda madre, que pintaba de maravillas y que se desmadró de pronto. Ya no quiero ni verla, me parece que todo se lo llevó el demonio. Hasta mañana, voy a dormir en el otro cuarto. Recuerda, mañana te regresas a Caracas, en avión, con la maleta.
De esa manera, la dejé sola en la habitación y yo me fui a dormir solo en la otra. Por la noche la escuché llorar varias veces. Sentí ganas de ir a consolarla, porque nunca he sido capaz de escucharla llorar y no atenderla. Pero me hice el fuerte, tenía que dejarla para ver si reaccionaba.
Y como siempre, el sol sale para todos, tristes o felices. Amaneció y le pedí que se levantara, para irnos al aeropuerto. Pero la mujer traumatizada de anoche parecía haber reflexionado. Me dijo que no se quería ir. Solo eso.
– Mamá, déjate de cuentos. Ya acabaste con nuestras vacaciones, con tus arrepentimientos y tus prejuicios. Se acabó y fue tu decisión, no mía. ¿Qué más quieres? ¿deseas pasarte 10 días aquí, en ese estado, sin hablarme, solo lloriqueando? No, ni de broma. Te vas hoy. Y ya no quiero más tonterías, estoy de muy mal humor. Ayer pasé del mejor día de mi vida al peor, de un solo golpe y sin saber por qué. Así no juego, ya no puedo más. Desde ahora, serás solo mi madre, te querré y respetaré siempre como tal, pero se acabaron ya los jueguitos de seducción, el cortejo, las flores y los bombones, los papelitos de tu admirador secreto. Ya no más. Se me rompió algo por dentro. Levántate, que nos vamos.
Ella me miraba y lloraba, pero no se levantaba. Se negaba. Al fin reunió fuerzas, supongo y con sollozos me dijo:
– Te amo, mi amor, snif, ayer me asusté mucho por lo que te hice, snif, snif, me sentí sucia, snif, una mala madre, snif. Quedé bloqueada, no puedo explicarlo. Pero te escuché claramente cuando snif me dijiste que lo que para mí resultaba algo vergonzoso para ti había sido la cosa más maravillosa de tu vida. Snif, quiero que sepas que tengo un lado oscuro, que ayer se me salió, te lo mostré, tengo una puta por dentro, pero veo que no snif no te da miedo, que te gustó, que lo disfrutaste. Y tengo que reconocer que yo también lo estaba disfrutando como nunca hasta que mi bichito bueno venció a mi bichito malo y me asusté. Snif. Es la única explicación que te puedo dar. No tengo otra, pero quiero que sepas que, si tanto me amas y me deseas, pues yo también y que desde anoche ya estoy dispuesta a ser tuya. No quiero irme, quiero vivir intensamente lo que tenías planeado para nosotros y darte de mí todo lo que tú quieras. Quiero ser tuya, ya sin arrepentimientos. Anoche le di una patada a mi bichito bueno y lo despedí de mi vida. Ya nunca volveré a escucharlo, te lo prometo. Snif.
Me quedé de piedra, sin reacciones visibles en mi cuerpo, creo, pero en mi cabeza había una tormenta tropical de categoría cinco. No sabía cómo reaccionar. Fue ella quien me sacó de mi ensimismamiento, cuando se acercó a mí y me dio un besito en los labios, cargado de amor, al más puro estilo Sugey. Inmediatamente la abracé y le dije:
– ¿Recuerdas las condiciones que establecí hace meses, allá en la Plazoleta del Boulevard de Macuto?
– Si, mi amor. Tres veces, nunca lo he olvidado. Una, quiero que me hagas tuya, mi amor; Dos, deseo ser tu mujer, mi vida; Tres, quiero ser tu hembra a partir de ahora mismo, mi cielo. ¿Me aceptas?
– Tendré que pensarlo… mi vida. Necesito tiempo… mucho tiempo, quizás unos cinco o seis meses, en los cuales trates de seducirme a diario, hasta ver que me convenzas…
– Me lo merezco, lo reconozco y será mi penitencia, empezando desde ya…
La abracé y la besé en la boca, con amor, con deseo, con pasión, con lengua. Le quité la franelita con que había dormido y me lancé a comerle las tetas, a besarle el cuello, a lamerla por todos lados. Me pidió taima y se fue al baño, a orinar, ducharse y cepillarse. Volvió rápidamente, con cara de ilusión y se me ofreció de inmediato. Totalmente desnuda, hasta sin el reloj que nunca se quitaba. Retomé por donde habíamos quedado. Le mamé las tetas con amor, como si me estuviera alimentando de ella, mi madre. Luego mi lengua decidió ir hacia sus bajos a conocer esos predios, pasando por su maravilloso ombligo, al que le dediqué suficientes mimos y finalmente visité su vagina. Aquella era la cuca más hermosa que mis ojos hubieran visto, labios gruesos y suaves, con los internos pequeñitos, casi inexistentes, un canal vaginal rosadito, delicioso y con sabor a hembra de lujo, un clítoris impresionante, grande, encapuchado, como un pene dentro de su prepucio. Lo descapuché y empecé a acariciarlo con mi lengua, mientras metía dos dedos en su interior, ya empezando a empaparse de esos jugos que yo esperaba degustar. En esas estaba cuando ella reclamó su derecho a darme placer también, por lo que rápidamente me coloqué boca arriba y a ella la subí sobre mí, con su cucharita sobre mi boca y ella con su cara muy cerca de mi pene. Sugey agarró a la anaconda con firmeza y empezó una labor que ya me parecía conocida. Yo le daba placer a manos llenas, bueno, a dedos y lengua y ella me daba una mamada tan arrecha o más que la del día anterior. Ella no aguantó mucho, supongo que debido a cuatro años o más de abstinencia y al poco se fue de nuevo, pero esta segunda vez me arrastró con ella a ese rincón sagrado del placer, donde una hembra y un macho llegan cuando acaban juntos. Fue algo para recordar por muchos, muchísimos años. Nuestro primer 69 y había sido magistral.
Descansamos un poco y al rato, en vista que mi aparato ya se mostraba listo para la batalla, ella, sin pedir permiso ni necesitarlo, se encaramó en el potro, para domarlo. Era una amazona consumada. Allí mi Sugey, mi madrecita adorada, me demostró de que estaba hecha. La sentía desatada, deseosa de domarme, de sacar de mí todo lo que ella tanto necesitaba, pero también de darme lo que yo ansiaba. Durante no sé cuantos minutos cabalgó el potro hasta que explotó en un escandaloso orgasmo. No era de esas mujeres que gritaban y gemían como actrices porno, no. Era silenciosa, pero sus gemidos eran intensos, de bajos decibeles pero de mucha temperatura, si se puede decir así. Yo seguía sin llegar, entonces se puso ella misma en cuatro y la penetré desde atrás con ímpetu, porque me tenía encendido. Le di duro, con amor, pero con ganas, hasta que volvió a orgasmar, si eso se puede decir así. Creo que la palabra no existe en la lengua castellana, pero ustedes, mis respetados lectores, entienden de que se trata. Esta vez, algo más intensamente, más largo el efecto. Cuando se recuperó, la puse abajo, boca arriba y entonces la penetré de misionero para ver si lograba mi salida. Así nos dimos placer, ya más en plan de hacer el amor que de follar, hasta que eyaculé copiosamente. Ella, sin embargo, me ordeñaba hábilmente, hasta que entonces explotó nuevamente. Fue algo celestial. Ni siquiera con mi linda hermanita había sentido tanto y durante tanto tiempo. Parece ser que había valido la pena todo el tiempo invertido en enamorarla, que había valido la pena inclusive lo que nos había sucedido el día anterior. Todo había valido la pena porque el premio era mejor que el gordo de la lotería. Hacer el amor con mi linda madrecita no tenía precio, era imposible tasarlo.
Y así empezó nuestra nueva vida. Ella mi madre, yo su hijo, pero en la intimidad, los amantes más felices. Y empecé a conocer a esa maravillosa mujer, que aunque evidentemente tenía un lado oscuro, me fascinaba. Era una hembra por todo el cañón. Y ahora yo era su macho.
Ese día no salimos del apartamento sino a comer algo rápido, unas hamburguesas en la esquina y de regreso. En la noche, igual. Al día siguiente, estábamos casi desollados en nuestras partes íntimas, pero la felicidad era plena. Una de las cosas más impresionantes fue cuando me ofrendó su super especial y delicioso culito. Nunca había disfrutado de algo igual y me dijo que solo se lo había permitido a mi padre, que ocasionalmente, tal vez una vez al mes, lo disfrutaba y ahora era para mí. Nadie más había tenido acceso a esa pieza tan maravillosa de su arsenal sexual, ni lo tendría jamás. Penetrar ese gentil agujerito y sentirlo apretado, sabroso, agradable y además viendo cómo sus perfectas nalgas, aquellos volúmenes de carne tan sustanciosa se abrían para dejarme paso con mi herramienta, fue asombroso. Mamá resultaba ser mucho más de lo que yo la imaginaba. Mis fantasías con ella se quedaron cortas, sin valor. Ella era más, mucho más.
Continuará…