Un puto ascensor emocional, eso fue. Este manipulador jugaba conmigo y me había dejado sin voz. Prendió el motor, desabrochó su pantalón, sacó su verga tensa y empezó a manejar. Ya la veía de cerca, era particularmente gruesa. Un escalofrío me recorrió al pensar en lo rico que me llenaría la concha.
—Me voy a pajear apenas lo suficiente que para que se quede parada hasta llegar a casa. La vas a mirar todo el camino, Sandra. Pero cuidado, como en los museos: miras, pero no toques.
Me agarró delicadamente la nuca para que agachara la cabeza y estar seguro no me perdía ni un centímetro de su erección.
—Así querida, mira… mira el pedazo de carne que te va a cachar bien duro…
Se hacía el macho mal criado y me encantaba el juego. Levanté mi vestido, abrí las piernas y le contesté, provocadora:
—Ya, si quieres. Voy a mirar bien, no te preocupes. Y si no te puedo tocar, pues me voy a tocar a mí.
Me vine justo antes de llegar a la esquina de la calle donde vivían. Los doscientos metros que quedaban para llegar bastaron para que Lionel volviera a guardar su sexo en su pantalón y que yo retomara cierta contundencia. Así llegamos a su casa, con el carro lleno de cajas de vino, yo todavía enrojecida por mi orgasmo y él esforzándose para que bajara su erección. Rafaela nos esperaba en la terraza con una cerveza en la mano, radiante de felicidad. Parecía que su tarde de masaje había sido placentera. Pero de repente no tanto como la nuestra.
En la noche, probamos los vinos. Lo suficiente para que Rafaela estuviera totalmente tranquila en cuanto a su calidad y que Lionel y yo estuviéramos picaditos. Fue una noche alegre, conversamos mucho, contando chistes y brindando a su futura boda, iba a ser muy bonita.
El viernes en la mañana, me desperté tarde, ya solo faltaba un día antes de la ceremonia y de la fiesta. Parecía que todo estaba listo y Rafaela estaba tranquila. Los primeros invitados iban a llegar al final de tarde. Eran familiares o amigos cercanos que venían de lejos y que se iban a alojar en casas de campos cercanas o con carpas en el inmenso jardín, para los más aventureros. La pareja había planeado hacer parrilla con ensaladas y postres para la noche, invitando a los que acabaran de llegar para poder pasar un momento juntos antes del gran día. Mi novio, que también nos iba a alcanzar en la noche, me había pedido que preparara mi “ratatouille”. Era su plato favorito y quería que todos pudieran probar la receta de mi abuela originaria del sur de Francia que, según sus dichos, era la mejor de la Tierra.
Después de un desayuno tardío, los tres empezamos a cocinar para la noche, escuchando la radio. Rafaela nos dijo que sus padres llegaban en tren en la tarde y que había que ir a recogerlos a la estación más cercana, a unos 25km. Por cortesía, Lionel propuso ir, una oferta que Rafaela rechazó al toque, con una mirada golosa.
—Vida ¿no querías preparar tu arroz con leche? —le preguntó haciéndose la ingenua. —Sandra, tienes que probar el arroz con leche de Lionel… ¡Es una delicia! Nunca en la vida he probado cosa más rica. Voy a ir a recoger a mis padres yo, para estar segura de que te alcance el tiempo para preparar esta maravilla, mi amor.
Lionel la abrazó sonriendo y le regaló un besito en la boca con una mirada cómplice y llena de amor. Fue así que la gula de Rafaela nos llevó a quedarnos solitos en la cocina durante una buena hora aquella tarde. Era de estas cocinas modernas, renovada con gusto y cómoda. Tenía una imponente isla central, con una encimera de madera donde me había instalado para preparar las verduras. Lionel ocupaba la placa con un par de ollas llenas de arroz con leche de las cuales se escapaba un delicioso olor a canela. Removía las masas untuosas continuo y lentamente con un batidor de metal. Apenas Rafaela hubo cerrado la puerta de la casa, que sentí la presencia de Lionel en mi espalda. Acercó su boca de mi oreja y susurró:
—Hoy si te pusiste un calzón, ¿no? ¿Tienes miedo de que tu amiga se entierre de la depravada que eres?
Asentí con la cabeza mientras había puesto sus manos sobre mis caderas. Llevaba una falda ligera y un top de algodón blanco, sin sujetador para estar cómoda.
—A ver… —siguió, levantando mi falda.
Me calentaba ponerme a su disposición, lo dejé hacer mientras seguía picando tomates como si no pasara nada. Había bloqueado la tela de mi falda en la cintura y regresó a sus ollas. De vez en cuando se daba la vuelta para mirarme y disfrutaba de la vista sobre mi calzón de encaje negro. Me quedé así expuesta un buen momento, hasta que Lionel terminara de cocer su arroz con leche. De la nada, sentí un objeto frio que me acariciaba el interior de los muslos. Estaba de nuevo en mi espalda y me tocaba con el mango del batidor. Subió lentamente hasta mi entrepierna y no pude detener un gemido cuando tocó mi calzón. El contacto del metal me excitaba y más aún porque sabía que este vicioso había elegido un juguete particular, a modo de guiño a mi cepillo de cabello. Siempre me gustó jugar y hacer subir lentamente la temperatura, pero dado los meses que llevaba deseándolo en secreto y lo que había pasado el día anterior, ya no podía más. Quise que llegara al grano rápidamente.
—Quiero que me la metas —le dije en voz baja, lasciva, arqueándome y abriendo las piernas.
Una presión más fuerte del mango del batidor contra mi sexo me contestó. Pasó su mano en mi calzón y me acarició levemente los labios antes de llevarse los dedos a la boca.
—Y además de ser una zorra de primera, sabes rico…
Mantenía el mango horizontal entre mis labios mojados, presos del encaje, y amasaba mis nalgas con la otra mano. Yo había soltado el cuchillo que tenía en la mano y me apoyaba en la encimera, tratando de sobarme en la pieza de metal. Me agachaba y el jugo de los tomates mojaba y manchaba mi top blanco. Quería sentir su verga ancha llenarme, pero Lionel no lo veía con estos ojos y estaba bien decidido a revelarme su lado perverso y dominante.
—Tsss… quietita, quietita… Si te portas bien, te voy a dar lo que quieres.
Cerré los ojos, se había pegado a mí y me acariciaba la nuca y la cara como si estuviera una yegua rabiosa que quisiera calmar. Cada vez que sus dedos pasaban cerca de mi boca, sacaba mi lengua desesperadamente para tratar de lamerlos como una muerta de hambre. Me quitó mi calzón y lo llevó a mi cara mientras colocaba el mango en la entrada de mi concha. Quise bajar para que entrara más, pero me lo impidió.
—Quietita te dije… ¿Ves lo empapado que está tu calzón? A ver, abre tu boquita… Así, está bien. Sabe rico ¿no?
Obedecí y me metió mi calzón fino en la boca, era verdad que estaba muy húmedo. Lamía mi propio jugo y me encantaba. Era un maestro, estaba completamente arrecha y dispuesta a todo. Lionel se revelaba ser de los con quienes no tenía límites. Sentí que el mango se deslizaba en mi concha, gemí mientras me mantenía el calzón en la boca. No era muy grueso, pero por fin tenía la sensación de estar penetrada. Hacía idas y venidas lentas que yo acompañaba con movimientos de caderas. Pegaba mi culo pegado la bragueta de su pantalón, hinchada y endurecida por su verga. Rápidamente, me puse a temblar, mi clítoris me dolía por tanta excitación, necesitaba venirme. En su gran clemencia y para recompensarme por mi obediencia, soltó mi boca y acudió en socorro de mi dolorosa frustración. Siguiendo el ritmo de la penetración de mango, acarició mi clítoris con movimientos circulares. Así me vine, el pecho pegado a la encimera, el culo en ofrenda y babeando con mi propio calzón en la boca.
—Qué rico Sandra…
—Me moría de ganas… —le contesté, dándome la vuelta para mirarlo.
Mi top se había vuelto transparente por el jugo de los tomates, se pegaba a mis tetas. Lionel acercó su cara de mi pecho y lamió uno de mis pezones a través de la tela. Subió lentamente, dejando su lengua pasar sobre mi cuello hasta llegar a mi boca. Nos besamos con furia. Sentí su mano pasar entre mis nalgas y mientras me callaba con su boca, uno de sus dedos abrió tímidamente paso en mi ano. Movía mi culo para que entendiera que no me molestaba que entrara más, al contrario.
—Parece que este huequito también necesita estar cuidado —me dijo. —Lo vamos a complacer y darle todos los honores.
Sonreímos, maravillados por nuestro juego. Lionel me invitó a subir en la isla central y a ponerme en cuatro patas, lo que hice con gusto. Se quitó el polo y dio un par de vueltas alrededor de la isla con el batidor en la mano, mirándome con mucha seriedad y bajo todos los ángulos, como un escultor que hubiera estado evaluando el potencial de un bloque de mármol. Mi falda seguía bloqueada en su cintura y mi culo desnudo lo esperaba, encima de las verduras y de las cáscaras. Pasó a mi espalda y se puso a acariciar mis nalgas, suavemente al inicio, hasta amasarlas con fuerza. Les confieso que el solo hecho de estar en esta posición me excitaba, entonces cuando sentí su lengua contra mi ano, perdí el seso. Me lamió con aplicación e insistencia durante un rato. Me di cuenta de que estaba muy mojada cuando volvió a pasar sus dedos entre mis labios, con una caricia regular que me hizo gemir. Sentí mi ano ceder bajo su lengua cuya punta trataba de penetrarme. Se dedicó a aplicarme este tratamiento unos largos minutos, dejando mi placer subir lentamente hasta que estimara que mi pudor había completamente desaparecido. Se apartó de nuevo para mirarme, chupando sus dedos, satisfecho. Mi jugo estaba chorreando lentamente en mis muslos, tenía los ojos cerrados y meneaba lascivamente el culo a modo de invitación.
—Eres aún más perra de lo que me hubiera imaginado…
Me escupió en el ano y sentí uno de sus dedos entrar sin ninguna dificultad. Rápidamente un segundo lo alcanzó. Con su otra mano, Lionel se masturbaba. Respiraba hondo, lo fascinaba ver sus dedos entrar y salir de mi hueco y no resistió mucho tiempo antes de reemplazarlos por el mango del batidor que había dejado al alcance de la mano. Era un algo más grueso y me abrió un poco más. Lo volvió a sacar y lo dejó justo pegado contra mi ano, provocándome una repentina frustración.
—¿Lo quieres? —me preguntó —A ver, hazlo tú. Ya no lo muevo.
Con precauciones al inicio, me puse a mover para que el mango vuelva a entrar. Entre el ruido de la masturbación de Lionel y el placer de la penetración, mis movimientos se volvieron más hondos y regulares. Me gustaba que me viera así, sodomizándome solita con un utensilio de cocina que él ponía a mi disposición. Después de un rato, viendo que yo me estaba satisfaciendo sin más ayuda y que acercaba mi mano de mi concha para masturbarme, puso la suya firmemente en mi nalga para indicarme que dejara de mover. Clavó por completo el mango en mi culo y dio un paso atrás para mirarme. Se seguía masturbando lentamente, su verga dura le ocupaba toda la mano. Pareció estar reflexionando un instante y volvió a acercarse de la isla para bajar mi top, sacar mis tetas y dejarlas colgar. Empujó ligeramente mis hombros hasta que tocaran la tabla donde cortaba los tomates y que se llenaran de jugo. Yo me dejaba completamente llevar, siguiendo sus gestos y sobando mis senos en el jugo. Cuando le pareció que era suficiente, me invitó a enderezarme de nuevo, agarrándome la barbilla y besándome.
—¿Te gusta chupar, Sandra?
—Sí, me encanta… Hace tiempo que te la quiero mamar —le contesté, esperando tener por fin su verga en la boca.
—Es que soy muy exigente en cuanto a eso…
—Haré mis mejores esfuerzos —traté de convencerlo.
—Uhm… primero me vas a enseñar lo que sabes hacer y luego voy a ver si mereces ocuparte de mí.
Eligió un calabacín de un tamaño parecido al de su sexo, me hizo abrir la boca y me ordenó que empezara a chuparlo como si fuera su verga. No era la primera vez que me entregaba a un juego de dominación, pero el genio perverso de Lionel para crear una escena de la más grande obscenidad era más allá de lo que nunca me hubiera imaginado y lo peor era que yo disfrutaba cada segundo más convertirme en su perra. Con el batidor metido en el culo, mis tetas llenas de pepas y de jugo de tomate balanceando al ritmo de mis mamadas y lenguazos sobre la verdura que me él presentaba, estaba en un estado de lubricidad que nunca había alcanzado en mi vida. Pero él se hizo el insatisfecho.
—Tsss… No sabes nada, cariño… Te voy a enseñar cómo se chupa una verga.
Me agarró la boca, hizo que la abriera y empezó a hacer ir y venir el calabacín sobre mi lengua. La sensación de tener la boca llena y la humillación que me infligía me hacían gemir de placer. Me cachaba la boca hasta la garganta y yo meneaba, moviendo lentamente el batidor en el aire, como si hubiera querido remover una masa imaginaria con mi culo. En esta situación, tener mis tres huecos llenos me hubiera hecho venir al instante, pero no era lo que él quería. Se paró y me dejó la verdura metida en la boca y, de nuevo, dio un paso atrás. Me pidió que no me mueva y se quedó mirándome en esta posición unos instantes, con el culo y la boca ocupados, hasta que mi saliva chorreara en lentos hilos brillantes. Entre ronroneos y gemidos, yo solo anhelaba que me liberara con un orgasmo. No le hubiera pedido mucho: una cachetada en la concha hubiera ampliamente bastado.
—Ya, está bien —dijo finalmente.
Se acercó y tomó mi concha a plena mano, presionándola con fuerza como si quisiera sacarle todo su jugo. Mi grito de goce ahogado se escuchó en la cocina. Me acababa de venir en la posición más obscena que hubiera conocido. Liberó mi boca y mi ano, y me hizo bajar de mi altar. Sin dejarle el tiempo de tomar otra iniciativa, me arrodillé, bajé su pantalón y su bóxer, y hundí de una vez su verga en mi boca. Era riquísima, suave y particularmente dura. Me llenaba perfectamente la boca y sacaba la lengua al máximo para poder metérmela lo más profundo que pudiera. Sus gemidos de placer me indicaron que yo había aprendido la lección con el calabacín. A él le gustaba el sexo así, duro, áspero y perverso. A medida que lo mamaba profundamente, sentía que se hinchaba más y más hasta que estuviera a punto de explotar en mi boca. Se retiró y, contrariando mis ansias de que se viniera en mi cara, me invitó a pararme y retomar mi posición inicial, frente a la isla central. Lo escuché abrir y cerrar de nuevo la refrigeradora. Regresó a mi espalda y me abrazó, mordiéndome levemente el cuello.
—¿Todavía quieres que te la meta?
—Por favor…
—Me molesta un poco la idea de querer meterla en otra concha que la de mi futura esposa…
De nuevo se hacía el arrepentido, pero no caí en la trampa, sabía lo que quería:
—Mejor no me la metas ahí entonces, si eso te puede aliviar la consciencia.
—Eres una persona muy considerada, mi querida Sandra. Mi matrimonio te lo agradecerá.
Sentí un bloque frío y liso deslizarse contra mis nalgas que, en seguida, se encontraron cubiertas por una capa brillante y grasosa. Lionel había agarrado un trozo de mantequilla y me estaba untando el culo. El contacto de mi piel cálida lo derretía al toque. Me lo pasaba entre las nalgas, presionando para que entre algo de grasa en mi hueco que, todavía, no se había cerrado por completo. Cuando le pareció que estaba suficientemente lubricado, me amasó las nalgas y metió su pulgar en mi ano.
—A mí me gusta cocinar a las zorras como tú con mantequilla, no se merecen lubricante más fino, ¿no crees?
A modo de respuesta, me arqueé más y abrí las piernas, volviendo a pegar mi pecho en la encimera. Soltó mis nalgas para agarrarme una cadera y, con la otra mano, guiar su verga en la entrada de mi ano. No solía tener frecuentemente sexo anal, pero cuando pasaba con mi novio, me descontrolaba por el morbo que me provocaba, viniéndome gritando antes que hubiera empezado sus idas y venidas. La sensación de estiramiento lento y controlado era algo que me alocaba. El sexo de Lionel, cuyo tamaño era más que respetable, me estaba abriendo el culo poquito a poco. Los dos estábamos jadeando. El ligero dolor de la lenta penetración que me regalaba fue rápidamente reemplazado por el placer de sentirlo llenarme el culo. Se puso a mover lentamente, mi ano aflojado y vencido ya no le oponía ninguna resistencia. No supe si por cuidado o si era para frustrarme, pero su ritmo no se aceleraba, fui yo que empecé a moverme más rápido con gemidos insatisfechos. Entendió la señal y aceleró. Me dio más y más duro, cachaba mi culo de puta con fuerza, saliendo por completo y volviendo a entrar de golpe en mi hueco abierto. Nuestros jadeos se convirtieron en suspiros profundos y no pude contenerme un segundo más cuando me volvió a agarrar la concha. Grité como un animal y, un par de segundos después, descargó toda su leche en mi culo.
Lionel, si era verdad que solo había conocido a una mujer, era un genio del sexo que acababa de hacerme una demostración de su arte y de su perversión.
Apenas tuvimos el tiempo de volver a una escena normal en la cocina, él, repartiendo el arroz con leche en varios platitos y yo, poniendo la cebolla a freír con los tomates, que se escuchó el carro de Rafaela estacionarse delante de la casa. Entró con sus padres que nos saludaron con grandes abrazos, demostrativos y joviales. Rafaela se echó a reír al ver mi top todo manchado.
—Tú, Sandrita, tú nunca vas a cambiar ¡Jajaja! ¡No sabes cocinar sin mancharte y hacer cochinadas!
—¡Jajaja! Tienes razón, soy una plaga —le contesté, tratando de reír a pesar de lo incómoda que me sentía.
—Desde que te conozco siempre has sido un desastre cocinando. ¡Mira! ¡Parece que hubo un tsunami en la encimera! —siguió entre dos carcajadas.
“Y en mi culo, también…”, completé en mi cabeza.
Tratando de no cruzar la mirada todavía lúbrica de Lionel, agarré el calabacín que poco antes había ocupado mi boca para picarlo, mientras los padres de Rafaela nos comentaban su viaje en tren. Ella se instaló a mi costado para preparar las ensaladas y me dijo discretamente.
—Lo siento por haberte dejado solita con Lionel. Sé que para ti no siempre ha sido tan fácil conversar a solas con él, pero te aprecia y te estima, amiga.
Le contesté que el tiempo había pasado rápido y que no tenía que preocuparse, que habíamos conversado tranquilamente. Mientras la tranquilizaba, el semen del novio ejemplar chorreaba todavía de mi culo.
La fiesta fue hermosa, se casaron felices y que lo siguen siendo. Nadie se enteró de lo que había pasado entre Lionel y yo antes de la boda. Y tampoco de lo que iba a pasar después…