Ese día le tocaba a Pato encargarse de lavar la ropa, según el acuerdo que habían pactado al principio de la convivencia. Cuando estaba por poner dentro de la lavadora un bóxer de Diego, Pato pudo ver un enorme guascazo que almidonaba la tela negra. Un calor profundo, como el que sintió cuando Diego le pasó el dedo por la nariz después de tocarse el hoyo, se apoderó de él. Se aseguró de que su compañero no estuviera cerca y se guardó aquella prenda en su bolsillo.
Esa noche acabó dos veces sobre el calzón de Diego.
***
–Pato ¿Vos viste mi bóxer negro?
–No. Para nada.
–Fijate bien. Debe estar entre tu ropa.
Pato dejó a un lado el mate y se levantó del sillón para dirigirse a su cuarto y fingir una búsqueda infructuosa.
Algo raro había en la voz de Pato, algo sutil que hizo pensar a Diego que su amigo había mentido al responder. Y esto se debía a la sencilla razón de que una nueva etapa de esa amistad, un morbo que comenzaba a despuntar, se había instalado entre ellos. En esa sospecha permaneció Diego hasta que, a la mañana siguiente, cuando Pato salió a hacer la compra del día, sin dudar un instante, se dirigió al cuarto de su compañero para encontrar lo que buscaba.
Lo que no sospechaba era que lo hallaría manchado de semen seco y duro, pero no solo en un punto determinado, sino completamente sucio, producto de varias acabadas. Al ver esta imagen, Diego se llevó el bóxer a la cara y comenzó a aspirar el olor a macho que despedía aquella prenda, mientras la pija se le iba poniendo dura. Enseguida peló y comenzó una paja furiosa que terminó en diez segundos con un lechazo que adornó una vez más la tela del calzoncillo. Y así, mojado, lo dejó sobre la almohada de Pato.
***
–¡Limpiá las cosas con lavandina vos! –ordenó Pato mientras dejaba las bolsas del súper sobre la mesada–. Me cambio y te ayudo.
Dentro de su cuarto, comenzó a desvestirse para ponerse la ropa de entrecasa, cuando de pronto su mirada se topó con el bóxer robado, tirado sobre la almohada. Por un instante, el corazón le dejó de latir, pero al tomar el calzón y comprobar que estaba húmedo de guasca reciente, las palpitaciones aumentaron como si hubiese terminado de correr una maratón.
Lo había descubierto. Diego había descubierto que él tenía escondido el calzoncillo manchado de leche seca de más de una paja.
Nunca había sentido tanta vergüenza, tanta humillación.
Pero ahora el bóxer estaba sucio de leche fresca. Recién escupida. Leche fresca recién escupida de la pija de Diego. Leche de Diego en su mano, pegoteándose.
Pato salió del cuarto con los ojos llorosos, indignado, enseñando el calzón embadurnado de semen fresco y manchas antiguas, con la mano en alto, pero sin decir una palabra, en señal de protesta.
Diego estaba apoyado en la mesada con los brazos cruzados, como esperando a Pato desde hacía un par de minutos, sabiendo que encontraría su trofeo y vendría a declarar algo. Pero ¿qué había para declarar?
–Todo bien –dijo Diego con una calma seductora que rozaba el cinismo–. Te lo podés quedar.
Pato quedó petrificado, con el calzoncillo en la mano levantada en alto. Quiso hablar. No pudo. Los ojos al borde de un estallido de lágrimas. Dio media vuelta y se encerró en su habitación.
Pero se había llevado el calzoncillo consigo.
***
–¿Hablamos? –preguntó Diego a través de la puerta cerrada–. Dale boludo. No pasa nada. Salí y charlemos.
–…
–En serio. No pasa nada. Dale chabón… ¿Puedo entrar?
– Pasá.
Pato estaba en la cama, hecho un ovillo. Tapado con el acolchado miraba hacia el lado opuesto a Diego. Al cabo de unos segundos, musitó un débil “perdón”, seguido de un sollozo.
–Ah, bueno, yo sabía que eras boludo ¡pero no tanto!! Dejate de joder, chabón, no tenés que pedir per…
–¡Vas a pensar que soy puto! – lo interrumpió Pato con un grito angustiado que dejó a Diego sin palabras por unos segundos, hasta que mansamente agregó:
–Te das una ducha y charlamos. ¿Dale?
Quince minutos después, birra mediante, ambos amigos comenzaron un diálogo inédito para las mentes de aquellos dos hombres jóvenes de clase media y familias moderadamente progres.
– ¿La verdad? No sé lo que me pasó –arrancó Pato–. Nunca hice nada así, te lo juro. Pero bueno, esas charlas que tuvimos, el encierro, no poder salir a garchar con ninguna mina…
–Se llama morbo.
–¿Qué? ¿De qué hablás?
–Eso que te pasó, o te pasa, se llama morbo –explicó Diego con aplomo–. Y no tiene que ver con la orientación sexual.
Pato sintió que algo se relajaba dentro de él. Quería escuchar, necesitaba respuestas.
–Mirá –dijo Diego después de terminar su lata de cerveza–, yo eso lo descubrí en el gym. Primero, somos treinta chabones usando ropa ajustada y viéndonos tensionar los músculos, multiplicados en todos los espejos. ¿Ok? Ya eso solo te llama la atención. Es así. Sumale los vestuarios y…
–¿Pasa algo en los vestuarios? –interrumpió Pato algo ansioso.
–Sí, seguro. Bueno, en realidad no sé; pero algo debe pasar. A mí nunca me tocó ver nada raro, pero seguro… Bueno, a lo que voy es que en el vestuario estamos literalmente en pelotas, y bueno, eso es sexual aunque no quieras. Todos miramos la pija del compañero. No sé, para compararla, por curiosidad… Qué se yo.
–Pero ¿Y lo del morbo?
–Pará. Ya llego a esa parte –respondió acomodándose en el sillón con la actitud de quien va a desarrollar una teoría trascendente para la humanidad–. Una vez, creo que fue hará dos años atrás, estaba yo solo en el vestuario, cambiándome para salir, cuando un compañero se metió en las duchas. El flaco dejó al lado de mi bolso su ropa usada. No sé qué me pasó, pero bueno; me picó una curiosidad rara… Cuando noté que no me podía ver, tomé su remera y la miré en detalle, estaba buena, qué se yo. La dejé y vi que al lado había un suspensor. Yo nunca había usado eso y siempre me había llamado la atención. Lo agarré y sin pensarlo me lo puse en la napia. Olí y casi me caigo de culo.
Pato miraba con una expresión extrañada, pero quería que su amigo continuara con el relato.
–Fue rarísimo… Era una mezcla de olores que, no sé, no se parecían a nada. Pero me excitó a full. Obvio me sentí súper raro, pero la verdad es que ni se me cruzó por la cabeza meterme en la ducha a chuparle la pija al chabón. ¿Se entiende?
–Sí, sí. Re.
–Y nada. Lo dejé en su lugar, me terminé de peinar y listo. A la calle.
–Pero y después, ¿no te pajeaste?
–¡Nooo! ¡Para nada! Es más, esa noche me vi con Lore ¿te acordás? Y me la garché como el mejor pero ni me acordé del suspensor del vestuario ni en joda.
Pato seguía mudo. El relato de su amigo, lejos de calmar su angustia le había provocado un sentimiento indefinible que prefería no experimentar.
–Lo que quiero decir –siguió Diego– es que tener morbos es normal. Mirá, vos me dijiste que nunca te olías la verga y… de alguna manera es mi culpa, porque yo saqué el tema, ¿viste? Y bueno, otro día volvimos a hablar de lo mismo, y pintó paja y…
–Tremenda paja –agregó Pato con una sonrisa, ya más relajado.
–¡Tremenda, amigo! Y nos re miramos. ¿O no?
–Re.
–Pero todo bien, ¿viste? Re normal. Y bueno, eso también es morbo.
Diego iba a seguir hablando, pero comenzó a reír levemente. Se moría de ganas de comentar algo más, pero lo disimulaba con una risa que invitaba a preguntar.
–¿Qué? ¿De qué te reís? –preguntó Pato.
–De nada… pero bueno. Estamos en confianza, ¿no?
–Más vale, forro.
–Bueno, nada –confesó Diego–, hablar del tema me la puso gomosa. ¿A vos?
–…
–¿Sale paja?
Por toda respuesta, Pato comenzó a desnudarse torpemente, por completo, para dejar al descubierto su nada despreciable chota, dura como un tronco. Diego volvió a reparar en el porte de aquella verga y se sorprendió un poco de verla erecta al cien por ciento, cuando se suponía que su amigo aún seguía preocupado por haber sido descubierto en su contrabando del bóxer enlechado.
Esta vez no había porno. Lo que ahora cada uno de ellos veía no era una pantalla de tv mostrando a dos personas cogiendo, sino a un hombre en pelotas con las gambas abiertas, dejando caer los huevos sobre la tela del sillón, rebotando con cada movimiento de las manos aferradas a las pijas calientes y duras.
Diego se detuvo un momento para sacarse el pantalón que tenía bajado hasta los tobillos y volvió a sentarse, esta vez con las piernas mucho más abiertas, con los talones apoyados en el sillón, dejando al descubierto su hoyo peludo.
Pato seguía su paja sin poder evitar que el torso se le arqueara de vez en cuando, sin poder impedir que los gemidos fueran cada vez más evidentes.
Diego volvió a acomodarse, esta vez para levantar las piernas y dejarlas suspendidas en el aire. Enseguida se escupió las manos y mientras con una se tocaba los huevos y la pija, cubriéndolos de baba, con la otra se dedeaba el orto, como seduciendo a Pato que, sin pensarlo, había comenzado a hacer lo mismo que su amigo, casi en espejo.
“¡Tomá, puta!”, gritó Diego con voz ronca, dejando caer un chorro de leche espesa sobre su pecho peludo, unos segundos antes de que Pato comenzara a escupir guascazos por todos lados, con un gemido de placer que nunca antes había expresado de esa manera.
Por un minuto, silencio y ojos cerrados. Luego, cruce de miradas y al unísono, como si hubiese sido ensayado, ambos largaron un “¡alta paja!”, seguido de un ataque de risa franca.
Ambos estaban exhaustos, relajados y tranquilos; en la confianza más plena, la de dos amigos que no tienen nada que ocultarse y que comparten algo que les pertenece solo a ellos y a nadie más; su pequeño tesoro, su secreto más íntimo.
***
La paja compartida comenzó a tomar carácter de práctica habitual. Surgía sin un plan: después de entrenar, oliendo las calzas chivadas; antes de cenar, con una birra en la mano libre, o bien antes de ir a dormir “para estar más relajados”.
Lo habitual era quedarse en pelotas, sentarse frente a frente y comenzar la paja mirándose mutuamente. De a poco empezaron a volverse cada vez más verbales. “che, mirá cómo la tengo”. “La tenés re babosa hoy”. “Apretate los huevos, dale: está buenísimo”. Comentarios, consejos, chistes. Y luego de la acabada, seguir charlando de lo que sea, mientras la leche se iba escurriendo al principio, hasta secarse en los pelos del pubis o el pecho unos minutos después.
***
Una noche pintó competencia.
–Pero vos ganás, forro –dijo Diego–. Acabás más lejos que yo.
–Porque la tuya es más espesa. Dale. Onda tiro al blanco.
–Ok. Traé el bóxer negro –sugirió Diego, sin notar que Pato bajaba la mirada con pudor–. Dale, no me digas que lo tiraste.
Pato respiró profundo, fue a su cuarto y al rato volvió con el famoso calzón almidonado de leche. Diego lo tomó, lo aspiró con fuerza y como estimulado por una droga, empezó su paja.
Quince minutos después, el calzoncillo estaba empapado por la leche copiosa y líquida de Pato que ya empezaba a ser absorbida por la tela, y cubierto luego por la acabada untuosa de Diego que tardaba en diluirse.
“Lo guardo”, dijo Pato de camino a su cuarto. “Obvio”, respondió Diego con una sonrisa. “La próxima lo usamos”.
***
–Che. ¿No estamos haciendo cualquiera? –preguntó Pato con voz insegura unos minutos después de una de aquellas “altas pajas”.
Diego dudó unos instantes y sincero aventuró un “No sé”, para quedar callado por un largo lapso.
El silencio era incómodo y Pato arremetió nuevamente:
–Digo… No es que esté mal, pero qué se yo. Es raro.
–Si querés lo dejamos.
Un “no” rotundo brotó de los labios de Pato con tanta vehemencia que sintió pudor, al punto de buscar, con palabras débiles, justificar aquella respuesta.
–Entonces no rompas los huevos, amigo. Estamos solos, en medio de una pandemia, estamos calientes, tenemos confianza. ¿Qué onda? ¿Te da salir a garchar con una piba que no conocés?
–No, está bien –atinó a responder Pato–. La verdad es que sí, lo pensé, pero… me da cagazo salir y contagiarme.
–Listo, boludo. Ya está. ¿Está claro que esto queda entre nosotros?
–Sí.
–¿Y que no tiene nada de malo?
–…
–¿Te parece mal lo que hacemos sí o no?
Pato suspiró. Parecía buscar las palabras:
–Me parece mal. Pero me gusta.
–¿Sí? ¿Te gusta?
–Sí.
–¿Cuánto? –Preguntó Diego mientras se sobaba la pija con las piernas bien abiertas.
–Mucho –respondió Pato, iniciando la segunda paja de esa tarde, pero no la última de aquel día.
(Continúa)