–¿Qué hacés boludo? ¿Te estás oliendo la pija?
–Nada que ver –respondió Diego a la pregunta de su amigo, sin darse cuenta de la evidencia que lo delataba: la mano izquierda enterrada por completo en el calzón.
–Sos un cerdo, chabón –dijo Pato levantándose a cambiar la yerba del mate.
–Dale, ¿vos nunca te oliste la verga? Es re natural. Todos lo hacen.
–Bue, todos no sé –opinó Pato, regresando al sillón desde donde veían la décima película desde el inicio del aislamiento; la famosa palabra incorporada al vocabulario cotidiano, impuesta por la realidad de una pandemia inesperada.
Diego y Pato se conocían desde tercer año de la secundaria y habían decidido aventurarse a vivir fuera del amparo dela casa paterna del conurbano porque ya estaban “grandecitos”, con 21 y 23 años de edad. Obligados por la pandemia que recién empezaba, no imaginaban que el encierro se volvería la única forma de vida desde que decidieron compartir el departamento dos meses atrás.
Los primeros días fueron los más difíciles, pero las diferencias en el carácter no resultaban un impedimento para la convivencia, sino más bien un encastre casi perfecto. Pato se dedicaba a ciertas tareas, mientras que Diego hacía lo propio con otras. Cada quien tenía su cuarto y si pintaba, compartían living, pero nada resultaba forzado. Incluso para coger las reglas fueron claras: no hacer ruidos. El argumento era sencillo. “Si escucho garchar me caliento. Punto”, dijo Diego el día en que se mudaron y Pato estuvo de acuerdo. Solo una vez coincidió que ambos habían levantado a unas pibas en el boliche y como cada cual tenía su garche, nadie dejó con las ganas al otro. Sí, esa noche hubo gritos de placer y cada uno escuchó a su amigo en plena faena sexual: una anécdota más para contar al resto de los flacos del boliche.
Pero hubo una vez una pandemia y las cosas cambiaron.
Como el resto de la humanidad, debieron preservarse en su casa y, aunque el teletrabajo ayudaba, la restricción de salir al mundo exterior se hacía cada vez más insoportable. En esa convivencia de 24 horas por siete días a la semana, comenzaron a crecer charlas inéditas, como esta, aleatoria, de olerse la pija.
–En serio –insistió Diego–. Es re común. Dale. No me digas que no lo hacés.
–Bueno… sí, pero cuando me estoy por dormir, ponele.
–¡Ah, viste puto! Yo sabía –dijo Diego jugando con la bombilla del mate. –¿Por qué será que lo hacemos?
–No sé, costumbre…
–Sí, claro, pero no sé; la verdad es que me gusta olerme. Posta. Debe ser algo animal… Y te digo más: un poco me calienta.
Pato levantó la vista y se limitó a clavarle la mirada con intención reprobatoria.
–Bueno –se justificó Diego –no sé… pensé que a vos te pasaba igual.
–No, para nada –respondió Pato, y para cambiar de tema, agregó: – Che, hoy hago pizza. ¿Te va?
***
Al día siguiente ambos volvieron a sus rutinas, incluyendo un entrenamiento que propuso Diego, fanático del gym. Al finalizar los ejercicios, ambos se acostaron en el sillón para reponer energías, sin mediar palabras. De pronto, Pato llevó su mano izquierda a la calza que usaba para entrenar, se manoseó el paquete y luego se olió los dedos con un leve sonido de aspiración. Diego volvió la cabeza sorprendiendo a su amigo, quien lejos de inhibirse, con los dedos en la nariz declaró:
–¡Uff! ¡El olor a chota que manejo!!
Diego respondió con una carcajada y acto seguido hizo lo propio.
–¡Boludo! ¿No era que nunca te la olías?
Pero Pato, por toda respuesta volvió a manosearse para volver a su nariz con los dedos impregnados de su olor. Como parte del diálogo, Diego hurgó dentro de su short anaranjado.
–Yo también –declaró–. Pero más a huevo sudado que a pija.
–¡Jajaja! ¡Qué nabo! ¿Cuál es la diferencia? –preguntó Pato algo confundido.
–Son dos cosas distintas, gil –respondió Diego sin dudarlo. Y viendo que su amigo parecía no entender, pasó a explicar el tema con la autoridad de un profesor.
–Los huevos huelen por el sudor, ponele, pero la pija tiene olor propio. Algo de meo, algo de leche.
–Dale, es lo mismo…
–¡No! Mirá –dijo bajándose el short y dejando al descubierto su pija. –Primero olete los huevos, después pelá la cabeza y vas a notar la diferencia.
Pato sintió un calor intenso en las mejillas. Era la primera vez que veía el sexo de su amigo. Años de salir juntos a todos lados, de confidencias y charlas; pero jamás había ocurrido que una situación los pusiera en este trance tan particular de que uno de ellos mostrase al otro sus genitales.
–¡Ey! Hacelo, boludo, no te quedes mirando.
Pero Pato no podía apartar la mirada de la pija de su amigo. Sobre todo de sus huevos peludos. De pronto, se puso de pie y fue al baño. Ese día no se habló más del tema hasta después de la cena, birra mediante.
–Boludo, te quedaste mal hoy cuando te mostré la chota. No me di cuenta. Pensé que… nada, hay confianza, ¿no?
–¡Más bien! –respondió Pato algo sorprendido por el tema que volvía sin previo aviso. –Lo que pasa es que… bueno, no me lo esperaba. Pero todo bien, posta.
–Mirá Pato, hace bocha que nos conocemos, tenemos la mejor onda, ¿no? Y bueno, si vamos a convivir así, las 24 horas, mejor que hablemos de todo sin drama, ¿no te parece?
Pato sonrió afirmando con la cabeza y sin pudor lanzó:
–Tenés razón. Tienen olores diferentes.
***
Desde aquella charla, algo cambió definitivamente. Pequeños gestos empezaron a incorporarse con naturalidad: hablar de todos los temas, compartir más momentos en común.
Y olerse las pijas.
Peli en la tele –a cualquier hora–, una birra y manoseada de ganso sin rastros de vergüenza. Diego era el más “compulsivo” en eso del toqueteo, pero Pato no se quedaba atrás. Los dos hacían eso sin reparar en el otro, como si hacerlo fuera igual a llevarse la mano al pelo o rascarse la nariz. Incluso Pato sacaba el tema con naturalidad, al punto de comentar una tarde, casi como un chiste, “hoy me huele más el culo que la pija”. Nada inusual en ese contexto, excepto esa frase. Mejor dicho, esa palabra en particular. Verga y huevos eran parte del vocabulario habitual, pero culo… Del culo no se hablaba.
–¿Te oliste el hoyo? –preguntó Diego con una sonrisa socarrona.
–Sí, ¿por?
–Ah, mirá. No… Por nada…
–…
–¿Y?
–¿Y qué?
– No, nada. ¿A ver yo? –dijo Diego y se pasó un dedo por el tajo peludo. –No. No tiene olor.
–Mentiroso.
–Te juro.
–Salí, forro. ¿Me vas a decir que no tenés olor a culo?
–Te juro –repitió Diego mientras se acercaba a Pato con el dedo en alto–. Olé.
Pato iba a decir algo pero la situación lo sorprendió a tal punto que apenas pudo apartar la cara. Sin embargo, olió, comprobando que era cierto. Y si bien no olía a nada que lo pudiera estimular, la situación le provocó una erección inmediata.
Diego notó el bulto pujando contra el algodón del joggin gris y, rápido de reflejos, le tiró un almohadón a la entrepierna de su amigo en un gesto compasivo para que pudiera disimular su estado.
Nadie agregó una palabra. Pacto de caballeros. Pero Diego empezó a madurar algo que no entendía bien y que sin embargo lo seducía.
***
–Dale boludo, hace un año que estás ahí. Pongo la serie, me cansé.
Desde el baño, Diego respondió con un sutil “chupame la verga”. Enseguida salió envuelto en una toalla y se tiró en el sillón.
–Dale impaciente, ponela.
–“Esta” te voy a poner –dijo Pato, mientras se agarraba el bulto y daba enter al capítulo del día.
Pero Diego no podía dejar pasar el chiste; la réplica se caía de maduro y eso incluía desvalorizar el miembro de su interlocutor, como debe hacer todo macho que se precie de tal. ¿Y qué debe hacer por su parte el otro aspirante a alfa de la manada? ¿Callar o elevar la apuesta?
–Tengo más pija que vos –se defendió Pato, y el silencio se hizo espeso.
Uno de los dos debía hablar.
–En serio – insistió–. La tengo más grande.
Diego ahora debía responder, pero hacerlo no era fácil. Implicaba meterse de lleno en terreno desconocido; un tanto peligroso, pero sin dudas excitante. Y en segundos, la frase obvia cayó por su propio peso:
– ¿A ver?
Como si estuviese esperando el momento, Pato se levantó del sillón y con un movimiento limpio se desabrochó el pantalón dejando al descubierto una pija grande, sobre todo gruesa y de venas marcadas.
–…
–Te dije, forro. Lástima que no jugamos una apuesta.
–Alta verga, chabón. No sabía –atinó a comentar Diego sin dejar de mirar–. ¿Y parada crece mucho más?
–Bastante –fue la respuesta inmediata de Pato al tiempo que se la amasaba despreocupadamente.
Sin ropa que disimulara, la pija de Diego empezó a crecer debajo de la toalla, que se movió dejándola al descubierto. Cada uno miraba la verga de su amigo con gesto hipnótico. Las manos comenzaron su juego y de la chota de Diego asomó una gota gruesa de presemen que lubricó el movimiento de la mano.
Como saliendo de un trance, Pato advirtió que eso que estaba ocurriendo era, en principio, “raro” y la forma que encontró para normalizar la situación vino en forma de una propuesta lógica.
– ¿Pongo una porno?
Diego no respondió y Pato buscó una peli cualquiera. En silencio, comenzaron una paja casi sincronizada. Los ojos de ambos, fijos en la pantalla, se alimentaban de la escena que servía de excusa para tocarse las chotas. Diego abrió del todo la toalla y así, desnudo como estaba, comenzó a pasarse la mano libre por el pecho peludo. Pato, en cambio, tenía el pantalón en los tobillos y una remera, pero el cabo de unos segundos terminó quitándosela. Como imitando a su amigo, comenzó a acariciarse el pecho despojado de pelos, sin dejar de sobar su verga que, tal como lo había adelantado, había crecido más aún que cuando la había pelado minutos atrás.
De pronto, como respondiendo a una orden, los dos se miraron. Con sus ojos recorrían el cuerpo del compañero hasta detenerse en las pijas. La peli era apenas una banda sonora de fondo, compuesta de gemidos y chasquidos húmedos.
El primero en acabar fue Diego, convulsionando su cuerpo y haciendo que los abdominales se le marcaran notablemente en la rigidez del orgasmo. Tres segundos después, la verga de Pato escupió un lechazo que le dio de lleno en la boca y que limpió enseguida relamiéndose.
El olor a leche apestaba el living.
La panza de Diego brillaba después de la acabada. El brazo del sillón del lado de Pato estaba completamente salpicado. No podían dejar de mirarse a los ojos. Como un estallido, Diego comenzó a reír y Pato lo siguió con una carcajada, en esa extraña reacción que sobreviene al orgasmo entre dos. Y después, el silencio. Incómodo, extraño, cargado de un contenido no dicho pero claramente explícito y que debía romperse con una frase; cualquiera, la primera que viniese a poner orden en ese desmadre de dos machos que habían acabado a la vez mientras se miraban desnudos.
–Alta paja, boludo. Me voy a dormir.
***
Pato arrancó a la mañana siguiente con un mal humor evidente. “Tengo mucho laburo que hacer hoy”, fue lo primero que dijo cuando salió de su cuarto para hacerse un café, y regresar enseguida sin asomarse hasta la noche. Diego creyó ver en esa actitud un gesto de vergüenza por aquella intimidad compartida y optó por ser comprensivo, evitando cualquier comentario, hasta que, de a poco, volvieron a recuperar el clima de convivencia anterior, aunque despojado de cualquier situación sexual.