Marta abrió los ojos. La claridad se colaba por la ventana. Los sucesos de la noche anterior, los azotes y sexo en el salón, podrían muy bien haber sido fruto de su imaginación. Pero había un problema, lo recordaba todo demasiado bien para que hubiese sido solo un sueño húmedo.
Sonrió.
Pero la sonrisa duró un solo un instante.
De repente lo recordó con total claridad, la imagen de las bragas en el pasillo. Bragas que se había olvidado de recoger. De pronto le entró miedo, temor a ser descubierta y los nervios se apoderaron de su tripita. Se puso de lado y puso en marcha el mecanismo para tirarse un pedo, pero, en el último instante, contrajo el esfínter, mientras su cara se iluminaba con el color del rubor.
Allí estaba su compañera de piso, de pie, observándola. En sus manos sujetaba las bragas que, torpemente, había olvidado en el pasillo.
– ¿Esto es tuyo? – preguntó Ana.
– Sí. – confesó con un hilo de voz la paciente.
– Ya hablaremos de esto. Pero primero el supositorio.
Marta protestó sin mucha convicción, apuntando que ella se bastaba y sobraba para ponerse un supositorio.
– Me da vergüenza. – confesó.
– Si claro, pero no te da vergüenza espiarme mientras me dan por detrás.
No había nada que hacer. La mirada de determinación de su compañera lo decía todo, así que Marta se puso boca abajo y deslizando los pulgares bajo las bragas se bajó la prenda dejando sus posaderas al aire. En el fondo le gustaba que le miraran el culo. La hacía sentir vulnerable, diminuta y, sobre todo, la excitaba.
Ana rasgó el envoltorio plateado y sacó el supositorio. A continuación pidió a la espía que separase sus nalgas. El ano quedó expuesto y la que hacía las veces de enfermera introdujo sin miramientos, de un empujón, la medicina en el recto de su compañera de piso. La sensación no había sido agradable y la medicina, derritiéndose ahí dentro, picaba.
Marta levantó las caderas ligeramente, subió la ropa interior cubriendo su desnudez y dejó caer el camisón.
– ¿Sabes lo que voy a hacer? – dijo Ana.
– No. – respondió Marta.
– Voy a llamar a Andrés para que venga y le voy a contar todo.
– ¿No te atreverás? – dijo la aludida levantándose para agarrar a Marta.
Y sin querer, fruto del brusco movimiento, se le escapó ruidosamente la ventosidad que había logrado retener antes.
La sorpresa frenó en seco el intento. Muerta de vergüenza volvió a la cama y tapó su rostro con la sábana.
Ana se acercó y retiró la colcha de un tirón.
– Eso no se hace cochinota. Mereces un castigo. Desnúdate.
Marta se puso de pie y se quitó la ropa con rabia. Las tetas firmes con los pezones erguidos, el coño, todo quedo a la vista.
– El culo ya lo has visto. ¿O quieres que me dé la vuelta para meter la nariz y certificar mi culpa? – Dijo Marta mientras se giraba dando la espalda a su compañera.
– Mírame – dijo Ana en un susurro.
Marta se dio la vuelta y sentándose en la cama observó a Ana.
Ana, sistemáticamente, comenzó a quitarse la ropa hasta quedarse en cueros. Luego, rodeando el catre, se acostó de lado apoyando el codo y sujetando su cabeza con una mano. Marta se tumbó de lado imitándola. Ambas quedaron acostadas cara a cara.
– ¿Has besado antes a una mujer? – preguntó Ana.
– No. – confeso Marta.
Ana se movió hasta quedar pegada a su compañera, le acarició los muslos y después la besó en la boca. Marta notó el suave contacto con las tetas de la otra mujer y la extraña pero placentera sensación del beso.
Estuvieron un rato acariciándose y jugando con la lengua.
Luego Ana se puso boca abajo y Marta recorrió la espalda con el dedo índice hasta llegar a las nalgas de su compañera. Las besó y las chupó llenándolas de saliva para a continuación introducir un dedo por el ojete.
Ana protestó ante la inesperada invasión y girando la cabeza miró a su amante.
Marta sacó el dedo del agujero del culo y lo olfateo.
– Eres una guarra. – afirmó Ana encendida con el gesto.
– Y tú una pervertida.
– ¿Pervertida? ven aquí que te voy a dar lo tuyo. – dijo metiendo su rostro entre las piernas abiertas de Marta y lamiéndole sus partes íntimas.
Marta gimió.
Ana con la vagina empapada y el sabor de los jugos de su compañera en la boca contrajo las nalgas.
Marta, le dio un azote.
– Más, zúrrame más. – imploró Ana.
Marta repitió con una nueva nalgada y luego otra y otra más.
Luego ambas mujeres se abrazaron de nuevo y empezaron a frotar sus entrepiernas hasta que, inundadas por el placer perdieron el control de sus esfínteres dejando escapar por turnos algún que otro pedete entre jadeos, gemidos y rostros encendidos.