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Crónica de una primera vez
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Tiempo de lectura: 5 minutos

Volvíamos de comprar algo que tenía poca utilidad, era una forma de saltarnos la lectura de un libro entero. En realidad era otra excusa para estar juntos como casi todos los días. El día era el típico de una ciudad a una altitud considerable: sol fuerte, que se siente inmediatamente cuando te toca pero frío cuando no lo hace. Dos polos que te mantienen en constante movimiento.

Caminábamos por la avenida principal, callados, siguiendo el andar de nuestros propios pasos. Pensaba dejarla en la puerta de su casa y volver a la mía. Ella me invitó a pasar: “Ven a verla conmigo”, dijo, “así ya nos liberamos de esto” –‘además, si me da miedo me puede abrazar’, pensó-.

Entramos, no podía negarme a esa invitación. Ahora pienso que leí su mente desde que el contraste de temperaturas me despistaba de camino a su casa.

Subimos a la habitación de sus padres. “Este televisor es más grande y se verá mejor”, dijo, “Acuéstate que no vendrán hasta más tarde”. Mi mente giraba en torno a sí, no tenía nada claro. ‘Si acabábamos de alejarnos hace unos días, ya no nos juntábamos para besarnos con la excusa de tareas’, pensé.

Lo que me hacía sentir ella iba más allá de cualquier experiencia erótica previa, de cualquier excitación sin sentido que antes se había despertado en mi cuerpo. Sus pechos eran mi paraíso, ese calor que me transmitía, la forma perfecta de los mismos, las sensaciones que percibía de ella mientras la acariciaba. Nuestra relación, sin ser nada, estaba realizada en base a excusas. Hacer tarea juntos, esas tareas que nunca se llegaban a realizar. La excusa de la amistad profunda que en realidad era deseo que encontraba su fin en los besos robados, en las cosquillas excitantes, en los roces de manos que unían nuestras almas.

Pusimos la película. No se ella, pero yo no tenía la mente en nada más que en ella. Moría por volver a besarla, estábamos solos y me encantaba besarla sin miedo a ser descubiertos. Me tenía en vela por muchos días, no recuerdo por qué nos habíamos molestado esa vez.

Cuerpos desnudos en la pantalla, un loco que seguía con pasión sus sensaciones, la consecución de un acto inmoral a toda costa. Y ella ahí, a centímetros de mi. Una vez más nuestro rito más sagrado volvía a empezar. Sus manos se acercaban a las mías, sus dedo rozaban los míos, su palma ligeramente sudada -de nervios tal vez- se encontraba con la mía. Caricias al comienzo, apretones apasionados después. Levanté mi cabeza que reposaba sobre sus piernas, mi mano dejó de acariciar disimuladamente sus piernas.

Me alcé hacia ella. Nuestras respiraciones empezaron agitarse más y más. Un beso en la mejilla y el punto alto del rito empezaba a arribar. Esas mejillas tan tibias, esos cortos y transparentes vellos entre su nariz y sus labios. La sensación de besarlos como quien tienta una pizca del sabor de lo más deseado. Y, antes de la explosión final, un fuerte abrazo que confirmaba que esa sensación externa tenía como causa el cariño de dos jóvenes que empezaban a descubrir nuevas sensaciones con una persona específica.

Y así se dio el primer beso, como esa bocanada agonizante del nadador al final de una profunda zambullida. Un beso intenso que desencadenó en incontables más. El sonido de fondo no superaba el de nuestras palpitaciones, lo húmedo de nuestros labios, y luego de nuestros sexos, había tenido como antesala la sudoración de esa palma que empezó todo.

“¿Puedo?” pregunté mientras mis manos se filtraban por debajo de su camiseta. Y otra vez esa sensación tibia que mis manos adoraban. Las caricias al borde del sujetador cara vez fueron dejando a este de lado. De un momento para otro mis palmas, que antes habían agradecido estar junto a las suyas, ahora se realizaban completamente cubriendo completamente sus pechos. Esos pechos estáticos, suaves, sensibles. Sentí un pequeño gemido cuando mis manos frías todavía tocaron sus delicados pezones. Ella estaba acostada completamente sobre mi, con el pecho levantado para seguir sintiendo el placer enfocado en lo más sensible de sus pechos.

Y entonces, decidí empezar a bajar. Un dedo curioso fue directamente hacia el botón de sus pantalones. Una torsión suya me indicó que la última decisión fue la correcta y me dejó desabrochar aquello a lo que hasta hoy no había tenido acceso.

Bajé sus pantalones, y las bragas desprendían un olor a pureza, a entrega plena y cariño. Cuando la primera inseguridad surgió de mis labios: “¿Estás seguro que quieres hacerlo?”. Ella solo me miró a los ojos. ‘Bésame’, pude leer en ellos. El pudor se adueñó de nosotros y nos metimos bajo una manta que teníamos desplegada para no enfriarnos.

Metí la mano bajo las bragas, ese vello espeso y grueso me excitó mucho más. Esa saltó un poquito, temí haber ido demasiado rápido, saqué la mano, pero ella la tomó y me invitó a empezar a tocarla. Ese sexo húmedo y caliente me pedía a gritos hacerlo mío. Nos quitamos lo que sobraba de ropa, nada de lo de arriba que la vergüenza no se había esfumado del todo.

Se acostó debajo de mí, me tocó el pene, lo sintió tieso y húmedo, tanto o más que su propio sexo. Me miró como invitándome a penetrarla. ‘¿Estás segura?’, pensé para mí. Otra vez esos ojos volvieron a responder sin palabras. Eran deseo, entrega, anhelo puro.

Sentí su humedad sobre mi glande, ‘Entra’, imperó. La sensación que me generaban esos vellos largos y húmedos me parecía de otro mundo. La vi a los ojos y arremetí. Ella sólo hizo cara de dolor. Paré, retrocedí, su dolor no podría permitirme seguir. Ella me pidió que siguiera. La abracé, la besé, empujé. Y de nuevo esa expresión de dolor que me hizo retroceder una vez más.

Me pidió que yo fuera abajo. Se puso sobre mí. Pude ver en primer plano lo que hasta ese momento solo el tacto me había permitido percibir. Agarró mi erecto pene, lo puso en la entrada de su sexo. Otra vez esa sensación de satisfacción en la puerta del placer húmedo, caliente. Se sentó sobre mí, primero poco a poco, luego profundamente. Mi mente se concentró en su rostro adolorido, pero de actitud vehemente. Había determinado ese momento para entregarnos mutuamente y lo iba a conseguir a toda costa.

Finalmente estaba dentro de ella. Todo era nuevo, sensaciones placenteras nunca antes percibidas. Dos sexos que quemaban haciendo el fuego más grande de sus vidas. Empezamos a entrar y a salir, muy lento porque no toleraba el dolor que le generaba. Ella muy valiente y entregada se movía nuevamente con vehemencia.

La puse de nuevo sobre la cama, abrí sus piernas, y la penetré. Ahora con menor dolor, una y otra vez. La besaba mientras lo hacía, y cuando paraba de besarla la miraba fijamente a los ojos. Quería conectarla con la mirada tanto como con mi duro e inexperto pene.

Poco a poco fuimos incrementando las sensaciones, a medida que el ritmo se hacía más acompasado. Habíamos olvidado por completo esa clase de biología que nos hizo cruzar tantas miradas sonrojadas. Los métodos anticonceptivos los manejábamos solo en teoría. La locura del amor había ganado la batalla contra el cuidado de nuestra sexualidad.

Finalmente llegaron las ganas de correrme y fui sensato por un instante, mientras sacaba mi miembro de su sexo arremetido, excitado, sangrante. Me corrí sin hacer mayor ruido, creí que no era oportuno decirlo lo que me había hecho sentir, enseñarle el resultado de este desbaratado y alocado amor. Cuando mis órganos terminaron de empujar todo lo que se había producido dentro de mí, la besé y abracé. Le agradecí por lo que habíamos hecho.

La sensación inmediata fue miedo, inseguridad sobre lo que habíamos hecho. Quería escapar de ese lugar. Esa sensación se incrementó cuando vi mi camiseta manchada con unas cuantas gotas de sangre. ‘¿Cómo explicaría esas manchas en casa?’ pensé. Ella notó una mancha de sangre sobre la cama de sus padres. Nos pusimos nerviosos. Nos volvimos a ocultar el uno al otro. No nos vimos como nos habíamos visto unos minutos atrás.

Salí casi huyendo, la sensación tan rara me confundió. Solo recuerdo volver en sí cuando, al dirigirme hacia la puerta, ella me besó por última vez. En ese momento supe que lo que habíamos hecho fue una de las cosas más bonitas que habíamos sentido.

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