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Caro y Edu
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Tiempo de lectura: 11 minutos

La vida en pareja es llevadera cuando hay buena sintonía. Cuando se comparten gustos, pasiones, sentimientos, emociones, objetivos, proyectos. Una óptima convivencia requiere respeto mutuo, comprensión, afinidad, empatía, buena comunicación, tolerancia a las imperfecciones del otro, humildad ante las propias, sinceridad, confianza y, por supuesto, amor.

Caro y Edu son un ejemplo de pareja que funciona a la perfección. Ellos se aman, se entienden, se escuchan, se contienen, se complementan; comparten momentos maravillosos, pero también se dan espacio, no se agobian. Y lo más importante: viven su sexualidad a pleno

Lunes de tarde: ambos retornan a casa luego de una extensa jornada, llegan casi al mismo tiempo. Están algo estresados, es normal después del duro trabajo, pero ellos saben que la tensión pronto comenzará a ceder ante la calidez del hogar. Se saludan con un beso en los labios e intercambian noticias de su diario acontecer.

Caro ha tenido una extracción, un par de restauraciones y varias revisiones de rutina. No parece gran cosa, un día normal, pero la extracción se le ha complicado y ha necesitado opinión especialista. Ella le cuenta a Edu los pormenores del caso con pasión, como si lo estuviera viviendo nuevamente. Cree haber realizado un buen trabajo a pesar de los contratiempos; después de todo, el paciente parece haber quedado satisfecho. Mientras conversa se despoja de su cartera y de su abrigo: un abrigo liviano, por suerte ya pasaron los peores fríos.

Edu ha tenido que batallar contra la cotidianeidad informática de la oficina y contra la impiedad de algunos clientes exigentes. Su relato es escueto, resumido, de tono apático, nada convencido de su valor anecdótico. Se nota que ha sufrido el día. Quizá ya esté pensando en el siempre edificante fútbol de los lunes: ese que es como una catarsis del cuerpo, ideal para contrarrestar el duro golpe que significa el comienzo de una nueva semana. Caro prepara café y luego lo ayuda a organizar el bagaje deportivo.

–¿Quiénes van? –le pregunta.

–Todos –responde Edu, y queda pensativo un instante–. Menos Martín. Martín no va. Hace tiempo que no va. El otro día comentábamos cuánto hace que anda desaparecido –hace una pausa y reflexiona–. Tendrías que escuchar las ridículas excusas con las que justifica sus ausencias –una sonrisa escéptica se dibuja en su rostro–. No sé… quizá está de novio y se lo calla.

Caro también sonríe mientras sus delicadas manos doblan prolijamente una camiseta de fútbol y la colocan dentro de la mochila de su amado; y piensa en Martín: el apuesto amigo de Edu, el que no le quitó la vista de encima en aquella fiesta de nochevieja. Qué atrevido: mirar de esa manera a la novia de su amigo. Ella también lo miró; no quería, pero lo miró: ¡qué vergüenza si alguien se daba cuenta! Estaba realmente tentador con su estilo informal de jeans y camiseta. Tan atractivo él, tan lindo y tan atlético, con ese aire misterioso, y esos fuertes brazos. Ella no quería, pero ahora cree recordar que con sólo observarlo unos instantes sintió que se le humedecían sus rincones más íntimos, tuvo que reprimirse: era el amigo de Edu, ¡por Dios!

Y ahora ella sonríe porque es la única que conoce el verdadero motivo por el cual el amigo de su novio ya no asiste al fútbol semanal. De pronto abandona su sonrisa y suspira imaginando lo que ocurrirá minutos más tarde, cuando Edu se haya ido y Martín cruce por la puerta de entrada, le arranque la ropa con desespero y le haga el amor allí nomás, en la sala. Y comienza a mojar su bombacha pensando en el pene de Martín: nunca ha podido rodearlo completamente con su mano de tan grueso que es; y necesita abrir su boca tan grande como la abren sus pacientes para poder saborearlo enteramente.

Ya puede presentir a ese enorme y delicioso apéndice palpitando en sus adentros más recónditos. Tan duro que se le hace difícil hundir la yema de sus dedos en él; ¿cómo puede mantener esas erecciones tan firmes durante tanto tiempo? ¡Qué hermosa verga! Tan gruesa y tan larga que cuando él la penetra ella se siente como vaina de cuero candente, y siente que fue hecha para recibir ese perfecto trozo de carne surcado por hinchadas venas.

De pronto se encuentra tan mojada que desea que su novio se marche cuanto antes, que venga Martín de una vez y le meta la pija en la cola como lo hace siempre, que le haga temblar las piernas hasta que éstas desfallezcan, que la tome por detrás y le bombee el culo con ritmo infernal hasta que ella caiga de rodillas retorciendo su espasmódico cuerpo en uno de sus prodigiosos orgasmos.

Media hora más tarde Edu transpira sobre el verde césped junto a sus amigos. Lleva en su haber un gol y una asistencia: el partido promete. Mientras tanto, Caro transpira en su casa: tumbada boca abajo sobre la mesa de la sala, de puntas de pie contra el suelo y con la pija de Martín percutiendo rabiosa en lo más profundo de su culo. El amigo de su novio la tiene fuertemente tomada del pelo y le da duro castigo a sus nalgas macizas. Ella siente que se deshace de placer; sus ojos están en blanco; su lengua zigzaguea fuera de su boca y relame sus labios; siente que el vergajo de Martín la completa; siente cómo ese espectacular pedazo de carne se hincha, apretando cada vez más las anilladas paredes de su esfínter, que parecen que van a estallar.

La intensidad del combate aumenta: ya es guerra; Martín arremete con unos bombazos bestiales y ella responde con enérgicas embestidas de su culo mientras imagina que Edu regresa a casa en ese momento y la encuentra así: obscenamente enculada por su infiel amigo. Imagina que, al ver a su novio parado en la puerta con rostro desconcertado, ellos no detienen su ritmo, lo incrementan; y que ese choque brutal hace temblar los muebles, y las paredes, y el techo; y que ella mira a su novio sin mirarlo, con su pelo oscuro revuelto dando marco a una mirada perdida en los umbrales del éxtasis; lo imagina de boca abierta y dejando caer la mochila al suelo, comprendiendo que después de que ella ha probado la verga de Martín –ese imponente colgajo que seguramente ha debido ser motivo de admiración silenciosa o incluso de algún chiste soez en el vestuario de los lunes futboleros–, la suya ya no podría hacerle mella.

Luego imagina a Edu excitado con la escena, masturbándose frente a ellos; esta variante le sube aún más la temperatura. Por fin sus piernas ceden, se ponen chuecas, tiemblan como toda ella; y cae. Y entonces Martín le sigue dando mientras ella se retuerce y dice “basta”, pero quiere más, no quiere que se acabe ese pletórico momento; y su concha expulsa esos largos chorros que su novio ni siquiera le ha sospechado: sólo con la pija de Martín se chorrea de esa manera.

Edu regresa extenuado pero con semblante victorioso: cree que ha jugado un partido perfecto. Caro lo recibe ya duchada y con enorme sonrisa. Él dice que está demasiado cansado como para cenar y se va directo a la cama. Ella piensa que es mejor que así sea: no ha tenido tiempo para cocinar (Martín sí ha jugado un partido perfecto). Esa noche ambos se duermen temprano agotados de tanto ajetreo físico.

Suena el despertador, son las 6:30. Caro se levanta y abre la ventana: parece que será un martes soleado. Edu se quedaría gustoso durmiendo un rato más, pero sus obligaciones no se lo permiten. Caro se le acerca y lo besa suavemente en la mejilla; él abre sus cansados ojos y sonríe, luego la abraza. Quedan cara a cara; él la mira como invocando a Eros; ella se aparta sonriendo y le advierte que no tiene tiempo para juegos mañaneros, le recuerda que para ella es un día excepcional pues diversos sucesos han motivado que deba hacerse cargo de la clínica en solitario hasta media mañana: no puede llegar tarde.

Minutos después desayunan a las apuradas sin sentarse a la mesa, sólo corren de aquí para allá con una taza de café en una mano mientras con la otra preparan los últimos detalles antes de la partida. Se despiden con un beso cariñoso; él le dice que la ama; ella retribuye el romántico gesto mirándolo con ojos de enamorada, sus labios dibujan un “te amo”.

Cuando Caro llega a la clínica tiene varios mensajes de Edu: dicen que ya la extraña. Ella responde con una larga hilera de corazones rojos: piensa que su novio es un amor. Minutos más tarde recibe al primer paciente: un hombre maduro de aspecto corriente. Sin mucho preámbulo comienza con el chequeo dental.

Pronto advierte que no se puede concentrar en su trabajo, y no es que siga pensando en los guiños románticos de Edu, es que de repente le vino a la mente el ardiente encuentro del anochecer anterior; siente húmeda su ropa interior. ¡No! Tiene que sacarse de la cabeza esas imágenes, esas sensaciones, tiene que olvidarse de Martín por un rato y concentrarse en su paciente.

De repente tiene la impresión de que el hombre planchado en la camilla le mira el escote con intermitente insistencia. Tras unos segundos de inspección, el atisbo deja de ser sólo una mera impresión y se convierte en un hecho comprobado. La excitada odontóloga aprovecha que ese día lleva puesta una falda suelta y relativamente corta –un poco por encima de sus rodillas– y decide darle a su voyeur un poco más. Entonces se cruza de piernas tirando sutilmente de los costados de su falda hacia atrás y siente como ésta se desliza cayendo en dirección a su cadera. El hombre abre los ojos casi tan grandes como tiene abierta su boca: puede verle una pierna entera, casi hasta la nalga. A ella la pone muy caliente sentirse observada, deseada.

Al final de la consulta el paciente se marcha azorado y ella está segura de que en un rato estará jalándose la verga hasta el desleche pensando en ella; esto la excita aún más: recientemente ha descubierto lo mucho que le gusta calentar a los hombres, casi tanto como le gusta la verga de Martín.

Hay otro paciente en la sala de espera: es muy joven; Caro lo saluda cortésmente; él responde a medias denotando cierta timidez. Ella no lo hace pasar aún, le pide que la aguarde un minuto: se le ha ocurrido una maldad. Vuelve a entrar al consultorio y piensa que todavía falta un buen rato hasta que llegue algún compañero. Se muerde una uña con gesto pícaro y se pregunta si se animaría a hacer una travesura.

Está tan excitada que no lo piensa demasiado y decide actuar; entonces se quita toda su ropa, quedando completamente desnuda bajo ese fino guardapolvo que no llega a cubrirla de manera decente: apenas si alcanza a taparle la cola; luego vuelve a la sala e invita al joven paciente a pasar al consultorio. El chico no advierte la escasísima indumentaria de la doctora hasta que se recuesta en la camilla; entonces abre unos ojos enormes de asombro y observa embelesado el andar de la fémina mientras ésta se pasea preparando el instrumental.

Las piernas de Caro exhibidas en toda su extensión lo dejan sin aliento. Son tan perfectas, torneadas, macizas, de piel tersa y brillante; son como ornamentadas columnas del más exquisito orden corintio. Él se pregunta si estará desnuda bajo el guardapolvo: un centímetro más arriba y podría verle las nalgas, y la concha. La respuesta llega instantes después cuando Caro se inclina hacia adelante –buscando alguna cosa en el armario que se extiende a lo largo de una de las paredes del consultorio– y el guardapolvo trepa y sus nalgas quedan expuestas hasta media raja. Luego se inclina un poco más –seguramente lo que está buscando se encuentra en alguno de los cajones de abajo– y la que queda expuesta es su jugosa e hinchada vulva.

El joven siente un lanzamiento espacial bajo sus pantalones y no sabe qué hacer para disimularlo. Ella advierte lo que ha provocado en su paciente (lo mismo que suele provocar en todos los hombres). Se coloca los guantes de látex, camina indiferente hasta el sillón, toma asiento y comienza con el examen.

–Abrí grande la boca, bebé –le dice con elación.

Sus tetas asoman obscenamente en su escote y están a punto de escaparse de la delgada barrera de tela. El pobre muchacho debe soportar ese paisaje a escasos centímetros de sus ojos; incluso puede ver, durante un movimiento brusco de la doctora, el borde de la rosada areola de una de esas fabulosas ubres. Ahora su pija palpita fuerte.

Ella percibe los vigorosos latidos en la bragueta de su paciente y decide darle más; entonces cruza sus piernas y el guardapolvo retrocede como corriente de resaca: se le puede ver claramente todo el costado de su nalga; acto seguido, acerca su rostro al del chico y, mientras trabaja con la sonda y el espejo, desliza lentamente su lengua haciéndola recorrer todo su labio superior. Pronto nota la mancha oscura en el pantalón del paciente: ha logrado que éste eyacule sin tocarse, sólo con una pequeña estimulación visual. Sonríe hacia sus adentros, se siente orgullosa y muy caliente. El chico está rojo como tomate y sólo piensa en cómo hacer para disimular el enchastre en sus pantalones.

La revisión termina. Por suerte la dentadura está sana: el paciente deberá volver en seis meses para un próximo chequeo. Antes de despedirlo, Caro le recuerda la importancia del uso del enjuague bucal y, con tono picante, le aconseja que en la próxima consulta vista pantalones oscuros. El joven se retira avergonzado.

Ahora la sala de espera está vacía. Caro mira el reloj y calcula que todavía tiene algunos minutos de soledad. Calentar a sus pacientes la ha puesto muy cachonda y, para colmo, la imagen de Martín ha vuelto a invadir su mente con fuerza arrolladora. Necesita apagar ese fuego; entonces se recuesta en la camilla cual si fuera un paciente, abre sus piernas en vez de su boca y comienza a jugar una lotería de raspaditas en su clítoris; sus dedos rabiosos frotan cada vez más intensos hasta que finalmente obtienen su jugoso premio. Es la primera vez que se masturba en el consultorio.

Mientras tanto, del otro lado de la ciudad, Edu ha decidido abandonar momentáneamente sus tareas y se ha instalado en el baño contiguo a su oficina. Muchas veces acude ahí para pensar. Extrañamente, sentarse un rato en el inodoro suele aportarle buenas ideas para solucionar los problemas que enfrenta a diario. Pero esta vez es diferente; esta vez no está ahí para pensar, sino para evocar en su mente a Mildred: la flaquita de contaduría, a quien se ha cruzado ya un par de veces en lo que va de la mañana. Se ha venido más atrevida que de costumbre, al menos eso le parece a él; y a pesar de que no tiene el cuerpo exuberante de Caro, su estilo mojigato lo provoca.

De pronto la imagina follando con Caro. Imagina a las dos hembras besándose, manoseándose, chupándose las tetas, mordiéndose los pezones, refregando sus húmedas conchas: chapoteando en esas aguas que hacen crecer las llamas en vez de extinguirlas. Se pregunta qué pensaría su amada si supiera cuánto lo excita imaginarla teniendo sexo con su compañera. Siente que hierve. Necesita apagar ese fuego; y procede: no es la primera vez que se pajea en su trabajo.

Cae la tarde. Caro ha quedado con sus amigas para ir al cine. Le ha llevado más de una hora de preparación pero al fin está lista para salir. Edu la despide –él trajo trabajo a casa y estará entretenido mientras ella disfruta de la película–, la observa cuando se marcha y piensa que está radiante, que esos jeans excesivamente ceñidos le hacen un culazo monumental. También piensa que quizá está demasiado provocativa para una salida con amigas: los hombres la mirarán con deseo. Lejos de molestarlo esto lo excita; tanto que decide postergar su trabajo y dedicar el tiempo en soledad a masturbarse fuerte imaginando decenas de ojos hambrientos devorando a su bella novia con la mirada.

Y eso que no ha visto la tanga mínima que Caro lleva enterrada en el culo: tan pequeña que parece que no llevara nada. Y la verdad es que Edu nunca ha visto esa tanga porque ha sido un regalo de Martín; y no es casualidad que justo esa noche ella haga estreno de ese ínfimo pedacito de tela metido en la cola. Ella marcha a la cita y sus nalgas rebotan a cada paso y se estremecen previendo lo que les espera, y se devoran la minúscula braguita como en un rato se devorarán la tremenda pija de Martín; porque esta noche no habrá ni amigas ni cine, sólo Martín y su pija gorda y hermosa.

Martín recibe a Caro en su apartamento; le pregunta qué película quiere ver; ella sonríe ante la desfachatez de su donjuán y lo aprisiona con sus brazos dejándole bien en claro que no permitirá dilaciones. Un beso enciende la lujuria; nada de sutilezas ni de ternuras: los arrechos amantes se comen la boca con exaltación animal. La fricción apasionada de sus lenguas ardientes se siente deliciosa y quema. Cuatro manos vuelan en desordenada coreografía magreando la agitada carne. Las bocas no se quieren separar, las lenguas no quieren dejan de acariciarse, quieren que ese beso salvaje dure para siempre.

A pesar del húmedo albedrío, los amantes se separan: saben que viene lo mejor. Se miran como atravesándose. Ella se muerde el labio, da media vuelta y camina de espaldas a él alejándose unos pasos, lo hace de manera muy sensual; él le cachetea el culo; ella inclina su torso hacia adelante arqueando ligeramente su espalda y lentamente comienza a bajarse sus apretados jeans. No le resulta fácil: los lleva tan ajustados a su cuerpo que para que cedan debe aplicar una fuerza considerable, igual a la que hizo para calzárselos. Entonces cincha hacia abajo del lado izquierdo de su cintura: el pantalón cede unos centímetros de ese costado; luego tironea del lado derecho y ambos lados se nivelan; repite una y otra vez la maniobra imprimiendo cada vez más velocidad hasta que su redondo y voluminoso culo amanece ante los ojos desorbitados del excitado varón.

El tremendo orto de Caro queda al descubierto con la tanguita incrustada dentro, casi invisible de tan pequeña que es. Ella se siente muy putita; él se deshace en piropos en honor a esas aceradas nalgas, se arrodilla ante ellas como venerando a su diosa pagana y hunde su rostro en esa redonda inmensidad. Su lengua saborea la carne turgente en hipnótica liturgia. Su pija comienza a henchirse moldeando un monstruoso bulto en su pantalón; ante la sensación de estrangulamiento, la libera. Caro se voltea para admirar el falo colosal de su amador.

–Mirá cómo te llama… –le dice Martín haciendo referencia a las potentes pulsaciones de su erección.

Ella se estremece entera al ver esa tremenda verga saltarina (hoy parece estar aún más hinchada que de costumbre) tan erguida como la columna de Marco Aurelio en la plaza Colonna.

–Metémela en la cola, papi –le dice con voz de puta; él obedece a toda prisa.

Nuevamente están Caro y Martín chocando humanidades con ritmo frenético. Nuevamente está Martín colándose por la puerta trasera de su impetuosa amante. De tan calientes ni siquiera han podido llegar al dormitorio –casi nunca llegan–: han quedado abotonados en la sala como animales en celo; Caro con las palmas de sus manos apoyadas contra la pared, la tanga trancada en la mitad de sus muslos y el vergón de Martín entrando y saliendo de su culo a velocidad de rayo. Las abombadas nalgas de la hembra soportan los bruscos embates de su corneador con firmeza; y no sólo resisten sino que también imparten castigo con violentos culazos hacia atrás, tan violentos que el bajo vientre de Martín pronto comienza a ruborizarse. Cada impacto clandestino genera un estruendo digno del asombro de los vecinos, asombro que se extiende durante horas.

Ya ha pasado largo rato de la medianoche. Caro vuelve a su casa en un taxi con forma de calabaza mientras piensa en alguna excusa que justifique su tardanza: podría decir que la película les ha gustado tanto que se les ha pasado el tiempo entre comentarios y análisis. Todavía siente que le pulsa el ojete, y le duele: no es para menos con la paliza que ha recibido. Para colmo su dotado amante la ha embadurnado de leche de pies a cabeza y ha tenido que ducharse, ella espera que este hecho pase inadvertido.

Por suerte cuando llega a casa Edu ya se ha dormido. Le ha dejado la cena servida sobre la mesa junto con una rosa fresca y una pequeña nota con un corazón dibujado con estilo naif. Ella toma la flor, la huele, la mima, la atesora. Luego devora la cena como animal hambriento y se acuesta abrazada a su novio. Y se duerme feliz, agotada y feliz, pensando en lo afortunada que es: tiene todo lo que necesita; y sólo piensa en seguir disfrutando de esas dos palpitantes vastedades que la colman: el corazón de Edu y la pija de Martín.

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