El viernes, después de una semana bastante atareada, se me ocurrió invitar a mi esposa a salir, tal vez para pasar un rato fuera de casa y relajarnos de las actividades cotidianas. En principio, la idea era ir a cenar a algún sitio que no hubiésemos conocido previamente, de modo que decidimos acudir a una zona gourmet de la ciudad, reconocida por contar con diferentes ofertas gastronómicas.
Llegados al lugar, optamos por probar la cocina árabe. La velada transcurrió tranquila. Después salimos del lugar y, caminando por el sector, se nos ocurrió entrar a un bar donde, animados por unos cócteles, se nos subió el entusiasmo y quisimos extender la noche de alguna manera. Estando allí, indagamos si había alguna discoteca cerca o un lugar para escuchar música. Se nos indicó que muy cerca de allí había varias discotecas y que podíamos ir caminando si queríamos. Y, no teniendo otra cosa que hacer, así lo hicimos.
Habíamos andado unas cuatro cuadras cuando empezamos a ver distintos locales y, nos decidimos entrar a uno que nos pareció bastante animado, donde se escuchaba música de salsa. Entramos y, de verdad, el lugar estaba bastante animado, así que no dudamos y decidimos quedarnos allí. Nos acomodamos y empezamos a disfrutar de la música, bailando todo lo que sonaba. Pasado el tiempo y, viendo que estábamos bastante contentos y que la noche prometía ser larga, decidí ir por mi vehículo y dejarlo en un parqueadero próximo al sitio donde nos encontrábamos.
Le dije a mi esposa que iba por el carro, de modo que lo tuviéramos cerca cuando decidiéramos irnos. Ella estuvo de acuerdo y se ofreció a acompañarme. Le dije que no era necesario y que, además, si dejábamos libre la mesa, corríamos el riesgo de que se la asignaran a otras personas, así que yo prefería que ella se quedara. Estuvo de acuerdo y me pidió que no me demorara mucho.
Entre ir y volver me habría tardado unos cuarenta minutos. Cuando finalmente volví a la mesa donde nos habíamos instalado, no la encontré. Pensé que seguramente estaba en el baño y me senté a esperarla, sirviéndome un trago, pues la botella de ron, los vasos y los complementos estaban allí. La música estaba bastante animada y, mirando a la pista, pude ver que ella estaba bailando con alguien. Me quedé detallando la escena y vi que estaba bastante entretenida, bailando animadamente con su pareja, un muchacho moreno, aparentemente joven y de buena presencia.
Cuando la tanda de música cesó, ellos volvieron a la mesa. Mi esposa, de manera espontánea, me presentó al muchacho con el que bailaba. Jorge era su nombre. ¿Y eso? pregunté. ¿De dónde apareciste? le pregunté al muchacho. No se preocupe, me dijo, estaba sentado en la barra tomándome unos tragos, vi sola a la señora en la mesa y me animé a invitarla a bailar. No era nada más. ¿Y qué más podría ser, acaso? No, nada. Solo espero que no le moleste que la haya sacado a bailar. No, tranquilo, le contesté.
Y, continuando la conversación, pues él se había sentado con nosotros, je dije. Uno viene a estos sitios a bailar y divertirse y, si ella le aceptó y duro tanto tiempo bailando con usted, seguramente es que le dio la talla. Si, intervino ella, él baila sabroso, tiene ritmo y se mueve bastante bien. El comentario que acababa de escuchar por parte de mi esposa me pareció una sugerencia para llegar a algo más, pero, la verdad, no le puse mucha atención. ¡Qué bueno que pasé la prueba! dijo él riéndose. Sí, dije, porque ella no baila con cualquiera. Algo debió verle para que le aceptara.
Pues que, estando sola, la invitación fue oportuna para no desaprovechar la música que estaba sonando y yo tenía ganas de bailar, replicó ella. Pero te vi muy animada con el muchacho, apunté. Pues sí, tú sabes que a mi me gusta bailar y si el parejo lo hace bien, el tiempo pasa volando sin casi darse uno cuenta. Si, me imaginé, porque yo ya llevaba rato aquí y la señora ni miraba a ver si yo ya había llegado. Es que la música estaba muy animada, dijo ella.
Salimos a bailar de nuevo. El muchacho, inmutable, se quedó en la mesa, esperando a que nosotros volviéramos. Según me dijo ella, él se había acercado a la mesa y la había invitado a bailar. A ella le pareció una persona correcta y muy educada y no vio inconveniente en aceptar la invitación, además, con la seguridad de que yo iba a estar presente en cualquier momento, la situación no le pareció comprometedora. Le dije, bueno, pero ¿te ha sugerido algo?, porque lo veo como con expectativas, esperanzado en algo. No, dijo ella, sólo bailamos.
Volvimos a la mesa y, sin dar respiro, el muchacho convidó a mi esposa a salir a bailar de nuevo y ella, sin reparos, aceptó y volvió con él a la pista de baile. Esta vez, conforme avanzaba la noche, la música fue variando de ritmos y, en esta ocasión, colocaron unos boleros bastante románticos, propios para parejas enamoradas. Todas las parejas, incluida mi mujer y su parejo, por supuesto, bailaban muy unidas. Vi como las manos de aquel muchacho se paseaban por el cuerpo de ella, apretando sus nalgas repetidamente. Trató de besarla en varias oportunidades, pero ella lo evitó, tal vez para no hacerme sentir mal, sabido que los estaba mirando, dado que había sido mi iniciativa salir aquella noche y no parecería justo que ella estuviera dedicada a otro en lugar de estar conmigo.
Al rato volvieron a la mesa y no hubo palabra alguna. Ella, decidió ir al baño, dejándonos solos. ¿Cómo la está pasando? pregunté. Bien, contestó él. Su señora se mueve muy bien. ¿Le parece? Si, dijo él. ¿Cómo lo sabe? repliqué. Bueno, tiene ritmo y mueve sus caderas muy rico. ¿Y eso? dije yo. Pues, que, así como lo mueve, perdóneme lo que voy a decir, pero lo pone a uno a mil. ¡No entiendo! dije. Pues, excúseme, pero ella me tiene muy excitado. Okey. Entiendo, respondí. Y, ¿acaso esperaba otra cosa? Seguramente no, pero, la verdad, llegué a pensar que ella quisiera hacerlo conmigo, es decir, excitarme. Ah, ya. Entiendo.
Bueno, es parte del juego, dije yo. Me imagino, y temo no equivocarme, que usted ha restregado su pene contra el cuerpo de ella mientras bailaban, o ¿no? Y seguramente ella estará pensando que usted se la quiere comer, de manera que ambos estarán suponiendo lo que el otro quiere. Pues sí, dijo él. Y ¿acaso usted ya le dijo que quiere estar con ella? Si, me dijo. ¿De verdad? ¿Y qué le contestó ella? Que a ella le encantaría, pero que todo dependía de usted. ¿Cómo así? repliqué. Pues que, si ella estuviera sola, de pronto ya nos habríamos ido. Pero que, estando usted presente, ella requiere de su aprobación.
Y ¿qué le hace pensar que, si ella estuviera sola, ya se habrían ido? Porque ella está bastante excitada, dijo. Mejor dicho, ambos estamos que nos comemos. No me diga, y ¿qué espera que yo diga? Pues, no sé. Tal vez que usted consienta que ella tenga la libertad de estar conmigo, si ella quiere. Y, usted, ¿ya ha hecho esto antes? pregunté. ¿A qué se refiere? dijo él. Pues a pedirle permiso al marido para follarse a la esposa ¿le parece poco? Pues, como ella dijo que todo dependía de usted, yo le dije que si quería yo le comentaba y que esperáramos a ver que nos decía.
En ese instante ella volvió. Se había retocado el maquillaje y pintado los labios, de modo que estaba en modo conquista, digo yo. Sin embargo, una vez llegó a la mesa, estuvimos sentados, sin cruzar palabra, mientras escuchábamos dos o tres piezas musicales. Luego de esto la saqué a bailar. Estuvimos bailando toda una tanda de música, mientras que aquel muchacho esperaba paciente y expectante el desenlace, pero no hablamos del asunto con ella, para nada.
Cuando volvimos a la mesa fue ella quien, compasiva con aquel, lo invitó a bailar. Y, cuando él avanzaba detrás de ella rumbo a la pista de baile, le dije, bueno, convénzala y yo estaré de acuerdo. Vi cómo, casi desde el principio del baile, aquel muchacho estrechó su cuerpo con el de mi mujer y le musitaba algo al oído. Y lo que le dijo debió tener su efecto, porque al poco rato se besaban mientras bailaban al ritmo de la música y aquel se dedicó a elevar el nivel de excitación de ella, acariciándola descaradamente por todo su cuerpo.
Pasado el tiempo regresaron a la mesa. Bueno, dije yo, creo que ya es hora de irnos. ¿No te parece? Si, dijo ella, ya es tarde. Voy a pedir la cuenta y nos vamos, Ella no dijo nada y aquel quedó pensativo, sin soltar palabra. Cuando volví, después de pagar la cuenta, dije, bueno, ¡vamos! Yo fui saliendo y ella, detrás de mí, se estaba despidiendo del muchacho. Oye, ¿acaso no lo vas a invitar a acompañarte? Bueno, no sé, dijo ella. Yo creo que, si sabes, dije yo. ¡Apúrate! antes de que se les pase la calentura.
No se dijeron nada. Ella lo tomó de la mano y caminó detrás de mí, que iba caminando en dirección al parqueadero. Yo me subí en el puesto del conductor y ella, junto a su conquista, se subieron en la parte de atrás. Yo no dije, nada, encendí el motor del carro y empecé a conducir, en principio sin saber a dónde íbamos. El muchacho, ya instalado en su puesto, no perdió el tiempo. Por el espejo retrovisor vi como abordaba a mi esposa, abrazándola, besándola con intensidad y acariciando sus piernas por debajo de su falda. Y en todo el camino hacia el destino fue así, como dos enamorados con apremio por terminar lo comenzado.
Yo conducía sin destino previsto, pero, con el paso de los minutos, fui dirigiéndome a la zona de moteles ya conocidos y entré en uno de ellos, que anunciaba tener habitaciones libres a esa hora de la noche. Estacioné el vehículo y le pedí a mi esposa que fuera a la recepción y arreglara el tema de la habitación, indicando que íbamos a entrar tres personas. Y así lo hizo, sin poner reparos. Yo me quedé con el muchacho un poco más atrás de ella. Mientras caminábamos le dije, bueno joven, lo que empezó termínelo rápido, por que con tanto preliminar ella se enfría y la cosa no funciona como parecía estar en la discoteca. No dijo nada y solo siguió caminado a mi lado.
Llegamos a donde estaba mi esposa, quien se adelantó y nos dijo. Ya todo está arreglado, tercer piso, habitación 307. Así que nos dirigimos al ascensor. Era pequeño, así que permití que ellos entraran y les dije, vayan subiendo, yo les llego en un momento. Voy a pedir algo para beber. Fui al bar, solicité un servicio de ron, coca-cola, limón, hielo, vasos, maní y uvas pasas, pidiendo que me lo hicieran llegar a la habitación. Y me dirigí hacia allá.
Cuando llegué, estaban sentados en la cama, atentos a mi llegada. Y una vez adentro, como si hubiera estado concertado, aquel se abalanzó sobre mi mujer, la abrazó, la besó y empezó a desnudarla. Lo hizo rápido, sin pausa, dejándola vestida tan solo con sus medias y zapatos negros. A continuación, frente a ella, que ya estaba tendida acostada en la cama, se fue desvistiendo. Fue en ese momento donde tanto ella como yo vimos el enorme pollón, erecto y palpitante, que aquel se gastaba.
Quizás a mi esposa le hubiera gustado probar ese provocativo miembro, antes que nada, pero aquel no dio tiempo para más preliminares y, sugiriendo que se colocara boca abajo, la abordó desde atrás, penetrándola, de inmediato, en posición de perrito. Así, de esa manera, aquel muchacho pudo disfrutar del cuerpo de mi esposa a gusto, acariciando sus senos mientras la embestía desde atrás, empujando con vigor. Yo podía ver cómo aquella enorme y dura verga entraba y salía del cuerpo de mi mujer, humedecida y brillante.
Muy rápido mi esposa empezó a gemir, a medida que aquel hundía cada vez más rápido y profundo el sexo de ella que, con cada embate, mostraba gestos de placer, moviendo sus caderas y ofreciendo a aquel muchacho sus nalgas, dispuesta a ser poseída en su totalidad por aquel macho que, excitado por la visión de aquella mujer, dispuesta para él, se esforzaba por no desentonar y extender el momento lo más que pudiera.
El joven tomaba a mi esposa por las caderas y, de manera acompasada y rítmica, la atraía hacia su miembro. A medida que pasaba el tiempo, el vigor de sus embestidas aumentaba y, colocando las manos en los hombros de ella, la retuvo para ir más profundo dentro de ella hasta que, en medio de los gemidos de ella y unos sonidos similares por parte de él, retuvo su cuerpo unido al suyo en lo que supuso el clímax de aquel encuentro de cuerpos. Al poco rato se retiró, ya con su miembro flácido, recostándose a un lado de ella.
Ella se recostó boca arriba manteniendo sus piernas abiertas y exhibiendo su sexo, palpitante por la faena recién terminada y aún sin recuperarse de la excitación experimentada. Aquel, entonces, decidió sumergir su cara en medio de las piernas de ella y chupar con apetito su sexo. Con cada chupada la cara de mi mujer se contraía en una mueca de placer, su rostro se puso rojo y su cuerpo empezó a contorsionarse con cada beso que le prodigaba en su ansiosa vagina.
El muchacho procuró prodigarle un nuevo orgasmo practicándole aquellas caricias con su lengua y fe que lo iba a conseguir, pero, para ese momento, ya su miembro volvía a despertar. Mientras su lengua continuaba explorando cada rincón de la vagina de mi mujer, él se estimulaba manualmente para poner a punto nuevamente su herramienta, lo cual consiguió en muy poco tiempo y, cuando lo hizo, dejo de atender el sexo de la atribulada y excitada dama, procediendo a penetrarla nuevamente, ahora en la posición de misionero.
Al principio lo hizo con delicadeza y lentamente, diciéndole al oído a mi mujer lo bien que lo estaba pasando y como la sensación cálida de su sexo le ponía su herramienta a mil, pidiéndole también que, por favor, lo abrazara con su sexo para que esa erección no se fuera a perder. Y ella, obediente, así lo hizo. Fue ella quien, ahora, empujaba sus caderas contra el sexo de él. El permanecía inmóvil y era ella quien, debajo del cuerpo de aquel, retorcía su cuerpo, empujaba con su cadera y abría y cerraba sus piernas acompasadamente, presa de las sensaciones que le llegaban en este ejercicio sexual, muy placentero.
Pasados los minutos, nuevamente el macho se sintió con el ánimo suficiente para tomar el control de la situación y dirigir sus movimientos. Una vez más empezó a empujar y empujar, alentado por los gemidos descontrolados de mi mujer que, sometida al placer que aquel hombre le producía en sus entrañas, se agitaba reactivamente con cada embate de aquel, hasta que ambos, al parecer, llegaron al clímax y, lo que era movimiento desenfrenado, de pronto se detuvo. Los cuerpos de ambos se comprimieron uno contra el otro y los gemidos, poco a poco, fueron disminuyendo su intensidad hasta extinguirse completamente. Una vez más, la faena había terminado.
Mi esposa fue la primera en levantarse de la cama y, con toda naturalidad, recogió su ropa y se dirigió al baño. El muchacho se quedó tenido en la cama, un poco incómodo con mi presencia, pero satisfecho por la experiencia. ¡Qué buena hembra tiene usted! dijo. Bueno, ella hizo su parte. Si, pero lo hizo muy bien. Ella es una mujer muy caliente y lo hace sentir a uno muy bien. Me gustó. No me diga que quiere repetir, le dije. No, no he dicho eso, pero si hubiera una nueva oportunidad, créame que no lo dudaría.
Mientras esto sucedía, escuchamos el sonido del agua saliendo de la ducha mientras ella se bañaba y, un rato más tarde, la vimos salir totalmente arreglada y elegantemente vestida, como si nada hubiera pasado. Aquel muchacho, que aún reposaba sobre la cama, desnudo, la contempló y pareció avergonzarse un poco. Sin embargo, al igual que ella, recogió su ropa y se disponía entrar al baño, momento en el cual le dije, bueno joven, lo dejamos. Todo está pago, así que puede salir cuando quiera, que nadie le va a pedir nada. Espero que la haya pasado bien y quedamos en contacto. Seguro, dijo él.
No era cierto. Sólo supimos que se llamaba Jorge, pero no entramos en detalles de quién era, qué hacía, dónde vivía y mucho menos supimos su teléfono y tampoco le dimos el nuestro. Mi esposa, como siempre, se salió con la suya y yo, igualmente, fui premiado con una sesión de sexo en vivo, protagonizada por mi artista favorita, quien disfruto a tope la experiencia que más le gusta tener cuando se encuentra con un hombre que le gusta. Y a fe que han sido muchos. Así que ese día, que salimos tan sólo a divertirnos, ella terminó bailando con la idea de ser poseída por el hombre que le despertó sus instintos, haciendo su sueño realidad.