Tercera parte de una novela, que empezó con "Mamani el boliviano" y siguió con "Irina la rusa". Que voy desarrollando de a poco.
Mamani, estaba fascinado por la estrafalaria apariencia de Alejandro –el blanquito–, desde que se lo cruzó por primera vez cuando estaba caminando con su hija Lesya, cerca del puente Nueve de Octubre un domingo húmedo y nublado de otoño. Era la primera persona con albinismo que había visto tan de cerca y le pareció algo muy curioso. Hasta se dio la vuelta para seguir viéndolo y su hija, que era un pequeño bicho de cabello rubio –mi luciérnaga de la vida–, había hecho lo mismo. Curiosidad innata. También se lo ha cruzado cerca del Palacio del Marqués de Dos Aguas un miércoles frío y soleado de invierno, mientras estaba con otros miembros de la comunidad boliviana yendo a un restaurante. En otra ocasión fue igual pero en los alrededores del Teatro Principal de Valencia, un viernes ventoso de primavera. Siempre que lo veía le producía la misma sensación. Le parecía alguien de apariencia simpática. Simpática, pero también triste, la mirada del muchacho era muy parecida a la triste mirada que apenas dejaba de dar el argentino Ernesto Sábato, en una entrevista que le hicieron en un programa llamado Hora Clave con Mariano Grondona, allí por la última década anterior al año dos mil.
No lo quería admitir al principio, pero el chaval le inspiraba compasión. Una compasión que se comportaba como una bola de nieve de lenta caída, dentro de la conciencia del amerindio. El viejo de ojos pequeños y cejas arqueadas había llegado a una edad, y a un nivel de sensibilidad tal, en la que se fijaba mucho en ciertos detalles en las personas que veía al caminar, sobre todo los aquellos relacionados al estado de ánimo que expresaban, sin decirlo, en el tono de voz y en su forma de mirar.
A partir de la cuarta coincidencia, durante un caluroso sábado veraniego a cuadras del complejo de Ciudad de las Artes y las Ciencias, empezó a toparse con él con más frecuencia, y casi siempre cerca de allí. El bisoño debió haber conseguido un trabajo en aquellos alrededores, pensó el hombre, que gustaba de vestir la mayoría de las veces una camisa blanca con las mangas arremangadas. Y hubo un día, en que a Mamani se le ocurrió seguirlo, solo y a dos metros de distancia él, sin que éste se diera cuenta. Quiera saber a dónde hacía sus paradas. El sólo hecho de verlo le daba nuevas ideas para escribir una nueva obra de ficción, justo cuando pensaba que ya estaba seco de ellas. Su intención era hacerle una entrevista, y estaba dispuesto a pagarle algo de dinero por ello.
Una de las paradas del joven rioplatense era el edificio en donde vivía, pero Mamani no se quiso apurar en entrar y presentarse, no quería parecer un tipo raro o molesto como un testigo de Jehová, ni mucho menos intimidarlo. Pero quería conocerlo, y estuvo días pensando en alguna estrategia viable. Otra de las paradas del emblanquecido joven era precisamente el lugar en donde se iba a ganar el pan, lugar que el amerindio terminó eligiendo para pagar sus facturas, a pesar de que quedaba algo lejos de donde vivía. Y además de eso también buscó una forma simple de alargar y hacer más frecuentes sus cortos encuentros con él, yendo por cada factura que tenía que pagar, a pesar de que todas le llegaban más o menos en la misma fecha. Eso no le costó mucho esfuerzo, lo que sí le fue más difícil fue tratar de entablar una conversación fluida con éste, la gran brecha generacional no le ayudaba mucho. Pero al final se llevó una sorpresa. Una agradable sorpresa.
Al albino le causaba algo de gracia, y de nostalgia, el peinado tipo copete miniatura que llevaba el amerindio. Le hacía acordar al peinado que tenía su abuelo adoptivo, que era dueño de una ferretería, y que ya no está en este mundo porque murió hace tiempo de un infarto agudo de miocardio, la misma semana en que Alejandro se fue del Sur hispano en un avión. Una de las principales razones por la que tenía un semblante tan melancólico, muy parecido al de Inés. Y aunque no era muy conversador, podía llegar a soltarse un poco si alguien le daba algunos empujones. A Mamani no le provocaba ninguna vergüenza decir algo fuera de lugar de vez en cuando para hacer reír. La incomodidad de quien se incomode, ese detalle a él no le quitaba el sueño y se le escurría como el agua.
“Che pibe, sí que eres lindo vos, ¿eh?”, le dijo éste una vez, antes de lanzar una sonada carcajada, aprovechando que no había fila atrás suyo. “No, perdóname, es una pavada que a veces digo para romper un poco el Glaciar Perito Moreno. No me hagas caso. Cambiando de tema, ¿no me dices la hora? A mi reloj de mano se le acabaron las pilas”. Alejandro no pudo evitar reírse. “No es cierto, desde acá veo que la aguja se mueve. No subestime mi vista”, le responde.
“No, ahora no la ves”, le suelta éste, escondiendo el reloj colocado en su muñeca derecha detrás de su espalda, y con una sonrisa traviesa colocada en su rostro. Alejandro se sigue riendo. “Qué personaje. Bueno, ahí le digo la hora. Son casi las cinco y cuarto de la tarde, le queda tiempo para hacerse una escapada por ahí antes de la cena”.
“¿Y a dónde voy a ir yo?”, pregunta el amerindio, mencionando el “yo” como sólo lo haría otro compatriota nacido o naturalizado. “Mi mujer me va a esperar con la bazuca cargada si llego tarde. Es a mí a quien le toca cocinar esta noche. Tengo pensado hacer unas empanadas salteñas bolivianas”.
Mentira. Pero fue una mentira que a éste le funcionó bien.
Y ahí vino la pregunta, que Alejandro le hizo de forma tímida, casi avergonzado. “¿Es usted boliviano, señor?”. Curiosidad innata. “¡Un bolita! ¡Yo soy un bolita! O un boliguayo, como dicen algunos allá en tu país de origen”, le responde éste de forma irreverente. Demasiada confianza. Al albino el rostro se le puso rojo como un tomate de pera. “No quise decir eso”, musitó como queriendo disculparse. Bien que se notaba cuando éste se avergonzaba.
“¡No! Ya sé que no. Estoy seguro que no, mirando cómo te pusiste. De acá a doscientos metros se nota que eres un pibe bueno”, le dice Mamani queriendo tranquilizarle la conciencia. “Te lo dice alguien sufrió en cuerpo y alma la espesa niebla contaminante del racismo, y el colmillo envenenado de la xenofobia”, terminando la oración haciéndose el poeta.
Esa última frase lo despertó un poco a Alejandro, a quien le gustaba y estaba acostumbrado al lenguaje figurado, o a cualquier cosa que sonara a poesía, y quiso cerrar el tema que éste había tocado con broche de oro. Y lo hizo.
“El odio es a la madurez social, lo mismo que el mazo y el cincel son al ladrillo”.
“¡Exacto! ¡Exacto, muchachón!”, exclamó Mamani, reafirmando su postura moviendo la cabeza, sonriendo forzosamente para no querer aparentar estar demasiado serio por escuchar aquella frase. Y ese, es uno de los primeros ejemplos de cómo Mamani fue marcando territorio en el terreno de la confianza de Alejandro. Una cercanía por parte del amerindio que al principio fue interesada, pero el tiempo y las circunstancias terminaron haciendo que éste empiece a quererlo casi como otro de sus hijos.
Era una realidad que el albino era, además de ser poco conversador, alguien también de sonrisa cansada, como la que solía expresar Irina normalmente, incluso estando en su mejor estado de ánimo, desde que quedó huérfana de madre por causas naturales, cuando ésta sólo era una criatura de seis años. A Mamani le era imposible evitar hacer esa comparación al principio. Era muy raro verlo reírse a las carcajadas. Su mirada, por la naturaleza que tenían sus ojos, también era llamativa, y su personalidad a simple vista, era serena la mayor parte de tiempo. Un aburrido, provocador de efectos somníferos, llegaba a opinar sobre sí mismo, y el amerindio le daba la razón pero a medias, haciendo una broma en referencia a su carencia de pigmentación en la piel. Otras veces le restaba importancia al asunto diciéndole “¡está bien!”.
Habían pasado entre dos y tres meses desde su primer encuentro, entre charlas y conversaciones que algunas eran triviales pero otras eran más profundas. Había pasado un tiempo en que al hombre, cuya voz era sobria y atractiva en lo formal y hasta graciosa en lo informal, le fue más que suficiente para empezar a mostrarle al albino pequeñas fotografías de su primera familia que tenía en su billetera, y algunas fotos que tenía en su teléfono móvil de su actual familia, y de su hijo biológico, un profesor de literatura general, cuyo nombre completo era Luriel Yaguatí Guyrayú Mamani.
Alejandro, ni bien observó las primeras imágenes, se sorprendió. Su vista estaba más abierta de lo normal, y sonriendo traviesamente, lanzó un comentario irónico. “Se parecen mucho a usted. Todos ellos están calcados salvo por el hombre más joven”, dijo justo antes de hacer su primera risa fuerte en mucho tiempo, achinando sus ojos. Mamani le siguió el juego. “¡Sí! Es más, siempre hay alguno que me pregunta, Mauricio, ¡¿estás seguro de que es tu hijo?! Yo les respondo que no sé, que no estoy del todo seguro”. Y el albino rio, rio y rio como nunca lo hizo desde que puso sus pies en su nuevo país. Ese comentario le causó tanta gracia, que su carcajada se escuchó por todo el local. Parecía un niño. Se escuchó a tal punto que el dueño del lugar, un anciano a quien no le gustaban los ruidos estridentes, se bajó del piso de arriba preguntando qué estaba pasando. El amerindio habló por él.
“Tranquilo hombre, estamos entre amigos”.
Como bien se dijo en un principio, Alejandro seguía teniendo presencia en la vida de Inés, pero no era una presencia comparable a una luz apenas perceptible, él y ella seguían en contacto casi a diario por correo electrónico o por mensajería móvil. Y no era que conversaban de asuntos solamente banales. Ésta le hablaba de sus problemas de convivencia con Sebastián, de las dificultades que todavía tiene para adaptarse a la vida en pareja, e incluso de sus a veces fuertes deseos de querer terminar su relación con él, y de mandarlo al diablo. No era inofensivo ni tampoco inocente lo que hacía, y lo sabía bien. Ella quería que el albino reaccionara. No quería sus condolencias, menos su condescendencia. Quería que le dijera lo que realmente pensaba de todo ello, y lo más importante, quería que le dijera lo que realmente pensaba de ella. Incluso no vacilaba nunca al decirle lo mucho que extrañaba su cercanía o las palabras bonitas que le decía delante de quien fue su amigo desde los seis años, y de lo mucho que ha llorado cuando se fue.
“Te extraño, mi bicho”, es lo que solía decirle Inés por teléfono, durante sus quince minutos de descanso en la panadería, que casi siempre tiene clientela. Entre varias llamadas, hubo un día Alejandro fue más allá de sus propias líneas de auto-censura, hacia donde ésta quería que llegara, y le dijo, titubeante, algo mucho más contundente al otro lado del móvil, que ya venía días preparando en su cabeza:
“No me gusta decirte que te extraño Inés. No me gusta nada, es una de las cosas que más detesto hacer. Porque extrañarte me duele, me duele mucho. En lugar de eso preferiría tenerte cerca de mío para juntar tu boca con mi boca, entrelazar tu lengua con mi lengua, que tiene ganas reales de pecar contigo, pensando que estoy haciendo uno de los mejores viajes de mi vida. Poner mi mejilla contra la tuya y coquetear con la idea de que estoy realizando uno de los viajes más lindos de mi vida. Recorrer tu tibio cuello con mis labios e imaginar que estoy haciendo uno de los viajes más inolvidables de mi vida. Meterme en tu cabello con mi nariz a ojos cerrados, usando la misma calma con que tarda en fundirse la miel en una taza de té de limón, y sentir que estoy realizando uno de los más hermosos viajes de mi vida. Explorar tus piernas rutilantes con mis besos, descubrir tu espalda a través de mis besos, y fantasear con la idea de que estoy haciendo uno de los viajes más memorables de mi vida”.
Inés no dijo nada, su garganta parecía tapada, y al principio se quedó muda, pero después se escuchaba que su respiración se había acelerado más. La llamada terminó abruptamente con un sollozo de mujer. Inés empezó a dudar de si realmente eso era lo que quería escuchar. Le dijo a su empleadora que se sentía mal, y esa tarde se fue temprano a su casa de paredes interiores sin revocar.
Después de haber pasado un tiempo desde aquella llamada, entre disculpas, reproches, silencios incómodos y otras conversaciones de naturaleza poética y romántica, Inés empezó a seguirle el juego, y fue ella quien después empezó a saltarse sus propios límites, enseñándole a éste el cobre de sus más hondos sentimientos y deseos por él, sobre todo en los días en los que acababa de tener alguno de los disgustos, que ya eran normales, de la convivencia con Sebastián.
“Te quiero dentro de mí, Alejandrito, te quiero dentro de mí mientras mis piernas están igual que un abanico ocupando el mayor espacio posible, y encerrando también uno de mis hinchados pezones con tu boca húmeda y caliente, mimándome una de mis aureolas hasta hervirla”, era uno de sus mensajes escritos por celular. En otros hasta le mandaba por correo electrónico fotos suyas sugerentes, cuya contraseña guardaba celosamente. A veces, estando vestida solamente por el aire, con el acompañamiento de una angelical sonrisa y una dedicatoria.
“Alejandrito, quiero que saborees mi mariposa, que está inquieta por recibir tu atención. Que tomes aire y la saborees de nuevo, repetidamente hasta que esté absorbida por el momento. Quiero que la alegres, la diviertas, la complazcas y la dejes contenta. Subiendo y bajando por su centro, subiendo y bajando. Sorprenderla enrollando tu lengua para entrar y salir de ella de forma majestuosa. Quiero que sea tu ambición encariñarla con tus delgados dedos dentro de ella, sacándolos y metiéndolos a un ritmo constante, suave y relajadamente al principio, y luego de manera frenética, enriqueciéndomela siempre de cosquillas, buscando mis gemidos y mis gritos. Con un dedo, dos, quizás sean tres, trabajando en ese pequeño valle. Todos esos dedos, queriendo unirse a su fiesta”, fue una de aquellas dedicatorias.
Estuvieron los dos así durante la mayor parte del año anterior a la publicación del nuevo libro de Mamani. De ahí el gran porqué de lo furiosa que se puso cuando lo leyó. Una novela que, para dicha suya y desdicha del amerindio y sobre todo de su editor, no tuvo muy buenas ventas en España, a pesar de que pasaron ya varios meses.
La mayor parte de la furia que tenía Inés era más para Alejandro que para el otro hombre que no tenía ni la más remota idea de quién se trataba y qué tipo de relación tenía con el albino. La jovencita de labios gruesos y caídos seguía amando al muchacho, y se había vuelto a enamorar de él, pero después de ello casi todas sus ilusiones se habían diluido como el café y la espuma, sintiéndose traicionada. Pero no le dijo nada al respecto sobre esa publicación, y definitivamente dejó de contestarle todos sus mensajes. Al menos así fue hasta que éste le dijo que era cuestión de semanas en que iba a volver a Mar del Plata a hacerle una visita, después de no haber pisado esa ciudad durante casi 4 años. “Cuando vengas quiero tener una larga y muy seria conversación contigo”, es lo único que le contestó después de un mes sin hablarle.
Alejandro, que estaba algo inquieto por ello, más o menos sabía lo que estaba pasando con ella y por qué. “Ya debe saber de la existencia del libro”, pensó dentro de sí. Un libro del que Inés se opuso decididamente a su creación, más aún a su posible impresión y publicación. La sola idea de que un viejo extraño escriba sobre ella la espantaba, ya que era de personalidad tímida y retraída, y prefería el anonimato. Pero para el albino era imposible escribir sobre él sin hablar de ella o de Sebastián, como de su madre, una médica pediatra que fue una de las profesionales de salud que le salvó la vida el mismo día en que nació y fue abandonado en una bolsa de consorcio, y que incluso fue capaz de casarse por conveniencia para acelerar los trámites de su adopción. Cuando el amerindio le dijo de su propuesta, no sólo le gustó la idea sino que lo emocionó, y su posibilidad de concreción le quitó por varias noches el sueño. Su alma se removió como un cocinero remueve una sopera de caldo con una cuchara.
“Tienes muchas cosas interesantes que contar, pibe. Todos los ingredientes para convertirte en un personaje entrañable a los ojos de los demás, y yo puedo ayudarte un poco en su magnificación”, le dijo el hombre de brazos altos y delgados al muchacho de hombros caídos, después de haber oído casi toda su historia de vida. Pero había un gran detalle. A diferencia de Inés, Alejandro no había leído la obra íntegramente sino hasta mucho después. No le vio la necesidad, era sobre él y no le causaría ninguna sorpresa, pensó.
Pensó mal, aunque Mamani tampoco era tonto. Acostumbrado a trabajar más con la máquina de escribir que con la computadora, nunca tuvo la ingenuidad de mostrarle los borradores en los que se contaran detalles o cosas vergonzosas sobre él, Inés, Sebastián u otras personas que aparecen en tal novela. En lugar de eso le mostró los borradores que no podían llegar a serle censurables. El amerindio ya estaba decidido a publicar lo que sería uno de sus trabajos más ambiciosos, soñando con que sus posibles lectores y la crítica especializada le den la razón.