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Eva y su hijo Abel (4)
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Tiempo de lectura: 4 minutos

Cuando me desperté, pensé que tendría que despertarme del sueño. Estaba Abel a mi lado, la cama no era demasiado estrecha, pero sí para dos personas. Daba igual. Estaba con el hombre que me había devuelto al sexo que hacía tanto no disfrutaba. Era mi hijo Abel. Era mi amante. Por lo menos lo había sido esa noche, que comenzaba a convertirse en día, como me indicaba la luz que empezaba a mancharlo todo desde la ventana. Ya no era una sombra, sino una figura definida, un hombre joven que respiraba a mi lado, serenamente. Hacía mucho que no lo veía dormir. Me quedé mirando al joven. Estaba tapado con la sábana, pero la levanté un poco para admirarlo. Yo no sabía que se había depilado bastante hasta aquella noche. Me encantaba la suavidad de la piel. El pelo, bien cortado, apenas el comienzo de la barba de ese día, sus pezones, que levantaban la cabecilla, su vientre plano, los muslos ahora relajados, y luego las venas de su pene, que observaba tranquilo ahora, inimaginable antes, y sus testículos, suaves y de un color que no distinguía en la media luz, oscuros. Las venas hacia el glande, ahora cubierto, que tanto me maravillaban ahora, azules, dormidas.

Su olor era la mezcla del suyo y del mío, del semen y del desodorante, de mis jugos y los suyos. Estaba por su piel y por la mía, nuestro olor era ya el mismo, animales iguales.

¿Qué podía decirle ahora, cuando se despertase? Lo mismo que antes, que le agradecía este amor y este sexo que llevaba deseando años, claro que no con él, pero eso no me importaba. Los pensamientos de mucho antes volvieron: es mi hijo, cómo he podido hacer esto, y la respuesta era: es mi hijo, cómo podía no hacer esto. Aquello había tenido sentido, pero qué pasaría con la luz de la mañana, cuando se despertase el pueblo, el piso.

No había ruidos en casa. ¿Habría vuelto mi marido? No había llamado al móvil para preguntar. No sabía si Eli, mi hija, había vuelto tampoco. ¿Qué nos había pasado esta noche a todos? ¿Despertaba a Abel o salía de la habitación a ver qué había? Miré al suelo y vi mi móvil. Una lucecita. Lo levanté y miré: Adán decía que como había estado con mi primo Gabriel se le había hecho tarde y se quedaba en la casa de la familia. Eli decía que se quedaba con una amiga… Estaba salvada por el momento. No sé de qué, pero esa era la sensación.

Me levanté sin hacer ruido. ¿Cambiaba mi perspectiva desde la altura? No. Empezaba a sentirme rara, y no era por falta de sueño, sino por haber cumplido uno que no sabía que tenía (o que me faltaba). Estaba, como se ve, que no sabía ni quién era. Era la madre de aquel joven que había amado esa noche. Empezaba a sentirme algo mal, sobrecogida por lo que había hecho. Pero esta sensación me duró sólo un momento. Esta alegría que me había llevado demostraba que yo necesitaba algo así, y ¿quién mejor que mi hijo?

Recogí la ropa tirada por el suelo, salí de la habitación y fui al baño. Oriné, me duché, me lavé bien. Tenía hambre. Fui a la cocina a preparar algo. Cuando estaba sentada, empezando a tomarme el café con leche, una mano en el hombro me sobresaltó. Naturalmente era Abel.

—Buenos días, mamá.

—Buenos días, Abel. ¿Quieres?

—Sí, claro. Tengo mucha hambre.

No le pregunté qué quería, porque lo sabía de toda la vida. Le preparé el desayuno como nunca se lo había hecho. Era la primera vez que desayunaba con un amante, y lo estaba celebrando. Sentados al lado, en la estrecha cocina de toda su vida, y casi toda la mía, comimos en silencio. Cuando acabamos, nos miramos a la vez.

—¿Y ahora? —pregunté.

Me besó. Estuvimos un rato besándonos despacito, tocándonos apenas los labios, y luego las manos subieron de la mesa a las caras, al pecho, a los brazos, a las otras manos. Abrí los ojos que había cerrado al principio, suspiré y dije:

—Esto no tiene remedio.

—No, mamá. Esto ya es así.

Empezamos a besarnos otra vez. Ahora nos abrazábamos, nos acariciábamos, su pecho, mis pechos, yo sujeté su cintura, él me agarró las nalgas; mi albornoz, su calzoncillo y camiseta nos estorbaban. Nos fuimos desnudando a manotazos, yo no podía dejar de tocarlo, no encontraba lugar donde no deseara estar. Mientras nos desnudábamos seguíamos besándonos. Acabamos de librarnos de la ropa.

De pie, le sujeté su pene, que volvía a estar erecto, dispuesto para otra vez. Yo estaba otra vez deseosa de tenerlo en mis brazos, de que me tuviera rodeándolo. Me besó los pezones, iba lamiendo y estirando en un doloroso placer que me movía de arriba abajo, que me levantaba del suelo. Yo toqué su pene más fuerte, iba desnudando la cabeza, que rodeé con los dedos. Me agaché para besarle la punta, y luego me lo metí en la boca, lamiendo el glande y ensalivando todo.

Me levantó en peso, me sentó en la mesa de la cocina, apartando los platos y las tazas. Me acercó al borde, y, poniéndose de rodillas, me empezó a besar y comenzó el cunnilingus que estaba deseando. Su lengua expertamente me buscaba todos los rincones donde podía encontrar un nervio, y yo toda era el nervio que tocaba. Se me movían las piernas del gusto, mi culo se movía sin que pudiera evitarlo. El clítoris, que anoche me había llevado con su lengua al cielo, estaba tenso, esperándolo, recordando el placer, que volvió como una ola inmensa, llenándome de calor.

Se levantó ahora él, y me penetró. Llegó hasta el final, y, por el camino, iba avanzando y retrocediendo, y afianzando su posición, llenándome de gusto por donde iba. Mientras tanto me tocaba el clítoris con el dedo, y luego lo tomó entre dos dedos que movía alternadamente. Estaba a punto, no podía más. Perdía el sentido, me recuperaba, despertaba desde lejos y me hundía en el sueño más placentero, donde abandonaba todo.

—Me corro, Abel.

Tenía que decírselo para disfrutar aún más de aquello. Me corrí como un río, un torrente, otra réplica del terremoto de la noche, movía las piernas, me agarraba a sus brazos con mis manos que querían arrancar en alas. No grité, suspiré desde tan profundo que me quedé sin aire, toda agotada. Un grito que no dije pero que me satisfizo como el de la noche.

Mientras me estaba corriendo y respiraba con dificultad, noté cómo su leche me volvía a llenar, y él permanecía dentro de mí mientras nos abrazábamos.

Nos habíamos vuelto a correr juntos.

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