Entre las toallas y sombrillas, los Danielsson encontraron un hueco en la orilla de la playa, cerca de donde se alquilaban los patinetes de playa.
Nada más llegar, los dos hijos se quitaron la ropa, que tiraron sobre la arena, y se fueron al agua. El padre se sacó la camiseta, que también arrojó al suelo, y se quedó con su oronda tripa mirando al mar. La madre, Elena, descargó el pesado bolso familiar, sacó y extendió las toallas, recogió la ropa tirada en la arena, la dobló y la metió ordenadamente en el bolso. Cuando terminó, se dispuso a sacarse su ropa. Primero la parte superior, dos pequeñas y firmes tetas, se escondían tras el bikini. La cintura era estrecha y en la panza apenas se adivinaba un poco de grasa alrededor del ombligo.
Elena se sentía incómoda si alguien la observaba a causa de la celulitis, que daba forma de abombado corazón a su trasero y sus muslos eminentes, embutidos en el pantalón. Por eso siempre se desabrochaba el pantalón de pie para luego sentarse y sacárselo de forma pudorosa.
Presintió una mirada a su espalda y no pudo evitar girarse. Desde una toalla cercana, un bañista la contemplaba, sus miradas se cruzaron, él no la apartó, sintió que la ojeaba, no con la malsana curiosidad con la que todos le miraban su enorme culo, sino con deseo y ella agradeció aquella mirada que le evitó la incomodidad, se volvió y continuó sacándose los pantalones de pie lentamente, regalándole un casi striptease al privilegiado espectador.
Su marido seguía, con la mirada aburrida de un domingo sin fútbol, pensando en que haría el Madrid sin Cristiano Ronaldo la próxima temporada.
Cogió el bote de protector solar, puso una dosis en la palma de su mano y bajó el asa del bikini dispuesta a continuar su imaginario show, pero se arrepintió de su atrevimiento. Volvió a subir el asa y caminó hacia su marido para untarle de crema, pero este rechazó el ofrecimiento apartándola con desdén. Sintió como la humillación le pintaba la cara de rojo y se volvió a la toalla.
De nuevo cruzó la mirada con el desconocido que había presenciado la escena y, de nuevo, esta volvió la borrarle la vergüenza de la cara.
Se plantó frente al desconocido, dándole la espalda, se agacho y, mostrándole su grupa de hembra, comenzó a extenderse crema en la parte trasera de sus muslos, de forma lenta, sensual. Fruto de su humillación y hartazgo, quería decirle a aquel desconocido que allí estaba dispuesta a ponerle los cuernos a su marido, a pocos metros de él, ofreciéndose a un desconocido. El masaje fue fundiendo la rabia, convirtiéndola en una caricia mientras recordaba una escena infantil.
Treinta años atrás, su familia andaba preocupada pues a los quince años a Elena aún no le había llegado la menarquía. Era el final del curso y se había organizado un baile en el gimnasio del instituto. Elena, sentada, miraba como algunas de sus compañeras se abandonaban románticamente en los brazos de sus novios y seguía el ritmo de la música con sus muslos, ya entonces bien redondos, cuando sintió humedad en su sexo.
Asustada, buscó en su bolso la compresa le había dado su madre por si le llegaba inesperadamente la regla. Corrió hacia el baño, cerró la puerta, se subió apresuradamente la falda y bajó las bragas. Pero no había restos de menstruación, apenas una babilla transparente que untó entre sus dedos.
Alguien tocó a la puerta, se subió las bragas apresuradamente y salió sin darle tiempo a lavarse las manos. Tras la puerta estaba un chico que le cedió el paso, justo cuando ella le rebasó, el desconocido se aproximó a ella por atrás, acercando la mano a su culo, ella se volteó alarmada y quedó paralizada. Él le señaló como al subirse las bragas, estas le habían atrapado el vestido, dejándole la trasera al aire. Ella se giró para verse, él posó la mano en su nalga y desenganchó la falda. Sintió el fuego en los dedos del muchacho en el breve contacto y se sintió deseada.
Solo atinó a decir: ¿están manchadas? El levantó la falda aprovechando para acariciarle torpemente los muslos que ella instintivamente separó, se agacho a inspeccionar las bragas mientras continuó la caricia por el interior de los muslos hasta llegar a su sexo. Ella se recogió las bragas escondiéndolas entre sus nalgas y mostrándole un culo que él apreció redondo y exquisito.
La llegada de su hijo le sacó de la evocación. Rápidamente recompuso la braga del bikini que había hundido en su raja, frente de un desconocido. El muchacho se tiró en mitad de su toalla reclamando las patatas fritas. Ella busco entre el atestado bolso, cuando saco la bolsa de patatas, el muchacho se la quitó de las manos y se la adueñó, dándole la espalda a su madre.
Esta se sentó en la toalla y continuó recordando la historia. Como el muchacho le respondió inocente: no están manchadas, solo mojadas!
Con disimulo, Elena abrió sus muslos y, entre los pliegues, pudo ver como asomaba una marca de humedad en su bikini.
El abrupto sirenazo que anunciaba el final del baile les sacó de su intimidad. A la salida, entre la pelotonera de los muchachos, Elena notó la dureza del chico arrimada a su culo.
Estará duro mi anónimo admirador o solo es mi fantasía que anda en calores? Se preguntó Elena. Le urgía comprobarlo. Girándose, quedó tumbada boca abajo frente al desconocido. Este tenía una bolsa entre sus muslos que le impidió saciar su curiosidad. Él sacó un protector solar y comenzó a untarse sobre los hombros. Elena se puso las gafas de sol para poder observarlo. No era un adonis y se le comenzaban a notar los años: las canas, la curva de la felicidad en la tripa, no estaba musculado pero mantenía la forma del cuerpo. Comenzó a untarse el pecho.
Tras el baile, Elena llegó a su casa con vaivén de sensaciones. Ya en la cama, comenzó a masajearse los pechos, que comenzaban a nacerle, al tiempo que apretaba rítmicamente los muslos, turbada por el recuerdo de la caricia del muchacho, que le hacía explorar su cuerpo y las sensaciones que le brotaban. Aquella noche el deseo la visitó por primera vez.
Y así estaba ahora, tumbada mirando ensimismada al desconocido, apoyada sobre el codo, con la palma de la mano bajo su pecho y apretando los muslos, cuando un puñado le arena le saltó a la cara. Su otro hijo peleaba con su hermano mayor por la bolsa de patatas sin importarle haberla salpicado. Sentándose trató de poner paz entre los hijos. Finalmente el pequeño consiguió arrebatarle el paquete y salir corriendo con él. El hermano mayor, demasiado gordo y perezoso para seguirle, se tumbó boca abajo gruñendo su frustración.
Aquella noche lejana, Elena se durmió con su primer orgasmo y amaneció con su primera regla. El verano fue un largo sestear de días, que parecían no acabar nunca, ansiosa por volver encontrarle de nuevo en el inicio del curso. Consumiéndose de melancolías durante el día y alimentándose de deseo en las noches.
Quería volver a contemplarle pero no podía, con su hijo al lado mirando en la misma dirección se perdía la intimidad. Necesitaba verle. Busco dentro de la bolsa el espejo de maquillaje pero no estaba, entonces vio el móvil. Se tumbó boca arriba, puso la cámara frontal y así pudo observarle en el teléfono. El sol y la excitación la bañaron en sudores mientras miraba como él sacaba un bloc y un bolígrafo. Ella imaginó que estaría apuntándole su número de teléfono para hacérselo llegar de una manera discreta. El hijo rebusco entre la cesta, buscando comida, encontró los bocadillos.
Llegaron el marido y el otro hijo buscando algo de dinero, habían decidido alquilar un patín de playa. Elena les dio el dinero pero rehusó ir con ellos, pero ante la insistencia de sus hijos, les acompañó.
El bañista, cerró el bloc y se fue al agua.
Los muchachos y el padre se subieron al patín pero a Elena le costaba encaramarse, por lo que finalmente desistió de acompañarles. El patín se alejó y Elena se adentró en el agua. Un agujero en la arena le hizo perder pie asustándose, una mano la tomó por la cintura y atrayéndola la sujetó contra su cuerpo. Durante el breve pataleo de Elena, un muslo del hombre había quedado entre los suyos sosteniéndola. El nadó un poco hacia la orilla, llevándola pegada a él y la depositó donde ya se hacía pie.
El patín seguía alejándose de la costa a la misma velocidad que de la cabeza de Elena.
-Estás bien? Preguntó.
-Sí, otra vez me has evitado pasar un mal rato -respondió ella
-Otra vez…?
En una circunstancia similar, se habría turbado, pero en su pregunta ella no se sintió requerida, sino cómoda y confiada.
-Has estado muy oportuno y amable, gracias!
-Sabes nadar?
-Sí, pero me da miedo, como pudiste ver.
-Te animas a nadar un poco? yo te ayudo
Elena miró hacia la barca, que seguía alejándose. Suavemente la cogió de la mano y la atrajo, echándose a nadar de espaldas sin soltarle la mano. Ella iba a su lado braceando de frente y apoyada en su mano. Cuando el agua les cubría se detuvieron, ella insegura se agarró a su cuello, el metió su muslo entre los de ella, sosteniéndola. Conforme se fue sintiendo más segura, Elena comenzó a sentir la presión del muslo contra su sexo.
-Me tienes flotando!
-Me gusta. Le respondió, mientras le apoyaba una mano en la cadera.
Elena respondió con un suave apretón de muslos. Él le apartó el pelo de la cara, ella volvió a estrechar el muslo entre los suyos. No necesitaba hablar, ni siquiera sabía su nombre, el temor se esfumaba en el suave vaivén del agua. Él apenas le sugería el camino, dejándole a ella la iniciativa.
Suavemente él retiró la mano de ella de su cuello y la llevó hasta su muslo al que Elena se agarró con ambas manos y comenzó a frotarlo contra su sexo. Tuvo que parar cuando unos bañistas pasaron junto a ellos. Elena giró la cabeza y divisó la barca, que estaba dando la vuelta.
-Tenemos que volver! le dijo ella.
Se puso detrás de ella, se sacó la pinga, le metió el bikini entre las nalgas y comenzaron a nadar de espaldas pegados, Elena notaba los pingazos duros contra sus nalgas al bracear.
Cuando llegaron a la orilla, la posó en la arena.
– Tengo que bajar esto le dijo, señalándose el rabo y se sumergió alejándose de la costa.
Ella se arregló el bikini, cubriéndose las voluminosas nalgas, miró con desengaño como la barca volvía y fue a tumbarse boca abajo en la toalla. Tenía ganas agradecerle el momento que habían pasado. Se recogió el bikini dejando las nalgas bien expuestas, quería regalarle una última visión de estas a su efímero amante.
Cuando llegaron, el padre y los hijos le afearon con un gesto su descaro.
– Pero que haces? Preguntó su hijo mayor.
– Tomando el sol, ¿pasa algo? -respondió tajante
De vuelta del agua, el bañista alcanzo a escuchar:
– Mamá que tienes el culo gordo!
– Es el que tengo. Zanjó la madre.
El bañista se acercó a su bolsa, sacó unas gafas de bucear y volvió al agua.
El hijo pequeño pidió la merienda, pero el mayor porfiaba por un helado.
-No!, hay bocadillo y manzana. Respondió la madre con una firmeza que le sorprendió. Así que fue a solicitárselo al padre, quien estaba comenzando a sentir que de alguna forma le habían puesto los cuernos, si no como se explicaba que después de tantos años en el Madrid, ahora Ronaldo se fuera a jugar a la Juve.
-Un helado para nosotros y una cerveza para ti! -le sugirió el avispado hijo menor.
-Vale, y de paso me compro el “marca” -diario deportivo- dijo el padre, que esperaba encontrar algún artículo que le alumbrara sobre la traición del madrilista.
El padre cogió su cartera de la bolsa y se encaminaron hacia el pueblo.
-Yo no quiero nada, egoístas de mierda! -murmuró la madre para sí.
El hijo volvió por las llaves del coche, la encontró mirando hacia el agua. En cuanto el muchacho partió ella se encaminó al agua, nadó decidida hacia donde le había divisado. Él vio su singular y apetitoso cuerpo acercándose, ella se subió el bikini mostrándole sus tetas, él sacó la cabeza del agua para recibirla.
Cuando la tuvo entre sus brazos le dijo:
– Has venido nadando sola, bravo! Mientras le acariciaba los pezones.
– Tenemos unos 15 minutos antes de que vuelvan, llévame a nadar otra vez.
La condujo hacia la zona de las barcas de pescadores, un poco alejada de la costa, y se escondieron de la vista desde la playa tras una. Él se agarró del tolete de la barca, ofreciéndole su muslo, al que ella se subió, recogiendo el bikini, para sentir como su sexo liberado se frotaba piel con piel con el peludo muslo de su amante, quien le recorría la cara y el cuello con su mano libre. Busco su pinga, quería palparla, magrearla, apretaba la cabeza y bajaba hasta el tronco masturbándola mientras sus labios se juntaban en un intenso y salado beso. Cuando notó su mano hurgando entre sus nalgas, ella se bajó de su muslo y se agarró a la barca, liberándole para que él pudiera abordarla libremente.
Se colocó a su lado y mientras le aplastaba la pinga contra su muslo, una mano paseaba por su coño y la otra por su culo.
– Méteme los dedos.
Comenzó a penetrarla con sus dedos, ella reclamó sus labios y su pinga, sintió el índice intentando clavarse en su ojete.
– Mi culo está virgen para ti, quiero que seas tú quien me lo abra.
Se colocó frente a ella y al mismo tiempo le penetró la pinga en el coño y el dedo en el culo comenzando a bombear, ella se agarró con ambas manos a la barca y cuando sintió que otro dedo le entraba abrió sus muslos tanto como pudo.
Cuando salió de ella, esta se dio la vuelta, ofreciéndole su trasera. La tomó con decisión por la cintura y le aplastó la pinga entre sus nalgotas, mientras con la mano le sobaba el sexo, transitando entre sus inflamados labios, recorriendo pliegues, encendiendo su botón que hacía rato asomaba de su capuchón envuelvo en fluidos con los que le lubricó el ojete. Entonces sintió el ariete rojo que la otra la mano había dirigido buscando hincarse en su culo y se le escapó un ay!! Cuando la cabeza se le alojó dentro. Quieto, sin embestirla, comenzó a batirle vigorosamente el clítoris, provocándole movimientos de cintura, con los cuales ella misma se fue metiendo la pinga hasta el fondo, hasta derramándose en un orgasmo que él esperaba para, agarrándola firmemente con ambas manos por la cintura, comenzar a bombearle hasta derramarle dentro toda la leche que había estado hirviéndole en los huevos. Ella sintió el cálido chorro en su interior y le sobrevino un segundo y más intenso orgasmo.
Volvieron a la orilla nadando por separado, él llegó antes y se acomodó en su toalla, ella nadaba más lento y pasó un rato acomodándose el bikini y lavándose en la orilla.
Tumbado sobre la toalla con los ojos cerrados la pensaba, complacido del intenso momento de placer compartido que guardaría para siempre en su memoria.
Cuando ella llegó, oyó a su marido preguntarle de donde venía, ella respondió con seguridad: de nadar!
– Pero si tú no sabes nadar! -dijo el hijo mayor.
– El que no sabe, eres tú. Vago!
– Cada día estás más rara…
– Será la menopausia… sentenció el padre chuscamente.
El bañista se alarmó cuando oyó al hijo pequeño decir:
– Mamá tienes sangre en los muslos
Ella se enrolló la toalla a la cintura y respondió con naturalidad.
– Parece que se me ha adelantado la regla. Recojan sus cosas que nos vamos.
El bañista se incorporó en su toalla desanimado por la noticia de la partida. Elena se limitó recoger su toalla y sus cosas. Ante las protestas de sus hijos, se alejó unos metros y se quedó esperándoles, justo a la espalda del bañista. Este saco el bloc, Elena se puso las gafas de sol y miró hacia el cuaderno, había un rápido dibujo de una mujer con la que inmediatamente se identificó, sin duda, aquellas eran sus carnes pintadas con todo el deseo que ella le había provocado. Arrancó la hoja, la dobló y la depositó cuidadosamente en la papelera.
A regañadientes los hijos acabaron de recoger todo, Elena se quitó las gafas y disimuladamente las dejó caer al pie de la papelera e inició la marcha, ellos la siguieron. Al poco, ella se detuvo y volvió sobre sus pasos, los otros siguieron la marcha, llegó hasta la papelera, cogió el dibujo y las gafas y los metió en el bolso, se miraron en silencio unos segundos y reemprendió la marcha.